sábado, 16 de junio de 2012

Capítulo 25






Perdón por la desaparición!, pero esto de no tener mi propia compu es medio difícil. Espero su comprensión, ahí va el cap! :)
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Luchando por controlar el pánico, cerró la puerta y se volvió para mirar de frente a Peter, el cual se había ido acercando despacio hasta quedar apenas a medio metro detrás de ella. Tenía los ojos oscurecidos por la cólera.

—¿Quién era ese? —rugió—. ¿Tu viejo protector? ¿Mezclaste negocios y placer, o es que para ti todo es negocio?

—No es asunto tuyo —repuso Lali en tono terminante. Lo miró con expresión de furia, luchando por reprimir aquel pequeño ataque de ira sin lograrlo del todo. El señor Bauer era cuarenta años mayor que ella, pero, naturalmente, el primer pensamiento de Peter había sido que se acostaba con él.
Se acercó un paso más, anulando la escasa distancia que los separaba.

—Por supuesto que es asunto mío, lleva dos días siéndolo.
Las mejillas de Lali se tiñeron de un intenso rubor ante aquella referencia a lo que había pasado entre ellos en Nueva Orleans.

—Eso no significó nada —comenzó con voz áspera por el azoramiento, pero él la tomó de los hombros y le propinó una ligera sacudida.

—No puedes negarlo. A lo mejor necesitas que te refresque la memoria.

Inclinó la cabeza y, demasiado tarde, ella levantó las manos para impedirle acercarse. Las palmas chocaron contra su pecho al tiempo que su boca cubría la de ella, e inmediatamente se sintió engullida por un intenso calor. El calor de Peter. El suyo propio. Le zumbaron los oídos y se meció contra él, abriendo los labios para acoplarse con mayor precisión a la exigente presión de los de Peter, para dejar pasar su lengua caliente. La rodearon todos los azules, dorados y granates de su aroma, se introdujeron en ella, la poseyeron. Notó bajo la palma derecha el retumbar de su corazón que latía con fuerza, y su inmediata erección contra el vientre, y sus caderas reaccionaron de modo automático, buscando.
Peter levantó la cabeza y retrocedió, dejando un espacio de algunos centímetros entre ambos.

Respiraba con fuerza, su mirada se había intensificado por la excitación, sus labios estaban húmedos y enrojecidos, y ligeramente hinchados por la fuerza del beso. Movió los dedos sobre los hombros de Lali, masajeando, acariciando.

—No niegues lo que pasó.

—No pasó nada —mintió Lali en un tono desafiante que ocultaba su desesperación. Peter sabía que era mentira, ella vio la furia en su rostro, pero lo dijo de todas formas. Sabía lo que hacía. En Nueva Orleans había cometido el error de cederle un centímetro, y ahora él intentaba aprovecharse de ello para avanzar un kilómetro. Quizás había ido allí pensando que ella iba a ser fácil, que podía llevársela a la cama y luego convencerla con mimos para que se fuera de la ciudad. Por él, diría. Así podrían estar juntos sin molestar a su madre. Su descarada mentira sirvió para hacerle ver que no tenía intención de dejar que se saliera con la suya. Se zafó de su abrazo deslizándose a un costado para que no pudiera acorralarla contra la puerta—. No fue más que un beso...

—Sí, y King Kong no era más que un mono. Dale, quédate quieta —dijo irritado, alzando una mano para agarrarla, y esta vez le sujetó los brazos—. Me estás mareando con este bailoteo. No voy a tirarte al suelo y subirme encima de ti... Por lo menos, de momento.
Los ojos de Lali relampaguearon de pánico.

—¡Puedes apostar lo que quieras a que no lo harás! —gritó, intentando de nuevo soltarse—. ¡Ni esta noche, ni nunca!

—¿Quieres parar de una vez? —le espetó él—. Vas a hacerte daño.

Con un rápido movimiento, la hizo girar sobre sí misma y la aprisionó con los brazos cruzados bajo sus pechos, sujetándole las muñecas. Así de rápido, así de fácil, se vio sometida y rodeada, con aquel cuerpo musculoso apretado contra su espalda. Surgió la tentación, intensa e inmediata, instándola a relajar el cuello y dejar caer la cabeza sobre el pecho de él, dejar que su cuerpo se ablandase y adaptase al suyo, permitirse inhalar el perfume fuerte y almizclado de su piel e intoxicarse poco a poco. Se estremeció al sentir cómo aumentaba su deseo, y supo que si le ofrecía una mínima reacción en aquel momento, estaría perdida. No le costaría ni cinco minutos tenerla en la cama en posición horizontal.

—¿Lo ves? —dijo Peter suavizando el tono de voz hasta transformarlo en un ronroneo aterciopelado al sentir cómo temblaba. Su aliento cálido le rozó el cabello—. Lo único que tengo que hacer es tocarte. A mí me ocurre lo mismo, Lali. No creo que esto sirva de nada, pero por Dios, te deseo, y vamos a tener que hacer algo al respecto.
Lali cerró los ojos, aún temblando por el esfuerzo de resistirse a él, y negó levemente con la cabeza.

—No.

—¿No, qué? —Frotó la mejilla contra el pelo de Lali—. ¿No me deseas, o no vamos a hacer nada al respecto? ¿En qué estás mintiendo ahora?

—No te lo permitiré —dijo ella, sin dejar que la distrajera. Abrió los ojos y fijó la vista al frente, en una de las lámparas, en un esfuerzo por hacer caso omiso de los brazos que la rodeaban—. No te permitiré que vuelvas a tratarme como si fuera basura.
Él se quedó quieto, hasta su respiración se detuvo por un instante. Después expulsó el aire en silencio.

—Siempre nos ha separado eso, ¿verdad? —No había necesidad de concretar más; el recuerdo de aquella noche era casi tangible. Calló durante unos instantes—. Nena, estoy enterado de lo de Holladay Travel, sé que has conseguido todo lo que tienes a base de trabajar. Sé que no eres como tu madre.
Sabía lo de la agencia. Luchó por reprimir una oleada de pánico y concentrarse en la última frase.

—Seguramente —dijo con amargura—. Tienes tan buena opinión de mi forma de ser que acabas de acusarme de tener un viejo protector. Dios mío, he invitado a un hombre solitario a cenar conmigo, ¡así que, por supuesto, me estoy acostando con él! —Furibunda, intentó una vez más liberarse.
Peter apretó con más fuerza hasta que Lali apenas pudo respirar.

—Te he dicho que te quedes quieta —la amonestó—. Te van a salir moratones.

—¡Si me salen, será culpa tuya, no mía! ¡Eres tú el que está usando la fuerza!
Lanzó una patada hacia atrás, y le dio en la espinilla con el taco, pero llevaba zapatillas de suela blanda y él calzaba botas. Soltó un gruñido, pero Lali sabía que no le había dolido. Se retorció, intentando darse la vuelta para poder hacerle más daño.

—Eres una... gatita... salvaje —dijo él, jadeando por el esfuerzo de controlarla—. ¡Por el amor de Dios, puedes quedarte quieta! Estaba celoso —reconoció escuetamente.

Durante unos momentos Lali estuvo demasiado aturdida para reaccionar. Permaneció inmóvil en el círculo que formaban los brazos de Peter, sin bajar la guardia pero con una embriagadora sensación de euforia. ¡Celoso! No podía estar celoso, a menos que sintiera por ella... No. No podía permitirse caer en aquella trampa. No se atrevía a creerlo. Ya había presenciado su técnica de seducción, recordaba cómo tranquilizó a María Del Cerro haciéndole cumplidos, diciéndole lo mucho que la deseaba, que la necesitaba. Se le daba muy bien conseguir lo que quería. Aunque no dudaba que la deseara físicamente, teniendo las pruebas tan prominentes, sabía que lo demás no había cambiado; aún quería que se fuera de allí, y se valdría de su debilidad por él para convencerla de que lo hiciera.

—¿Sinceramente esperas que te crea? —preguntó por fin, con una gota de recelo en cada palabra.
Él movió hacia delante las caderas.

—¿Acaso niegas esto?
Lali se obligó a sí misma a encoger los hombros.

—¿Qué tengo que negar? ¿Qué estas caliente? Pues qué bien. Eso no significa nada.
Una risita vibró en el pecho de Peter.

—Menos mal que tengo la autoestima bastante alto, de lo contrario me provocarías un complejo de inferioridad.

Lali deseó que no se hubiera reído. No quería que tuviera sentido del humor, quería que fuera un hombre de espíritu mezquino y mente estrecha, para poder despreciarlo. Pero en cambio era atrevido y audaz, y tenía una risa que desarmaba a cualquiera. Era despiadado, pero no mezquino.

Peter inclinó la cabeza para acariciarle la oreja con la nariz, y el calor de su aliento le hizo cosquillas en la sensible piel de aquella zona.

—Eso no tiene por qué ser un problema —murmuró—. Podemos estar juntos... no aquí, pero hay una solución.
Lali se puso rígida de nuevo.

—Seguro que sí. Y tiene que ver con que yo me vaya, ¿verdad?
Peter sacó la lengua y empezó a juguetear con el lóbulo de la oreja de Lali antes de atraparlo entre los dientes y mordisquearlo sensualmente.

—No tendrías que irte muy lejos —la engatusó—. Ni siquiera tienes que vender esta casa. Yo te compraré otra, más grande si quieres...
Lali sintió que la devoraba la furia, candente y efervescente. Se zafó aprovechando que Peter había aflojado su abrazo y giró para encararse con él, con el rostro blanco y los ojos echando llamas.

—¡Cállate! No dejas de pensar que estoy en venta, ¿verdad? ¡Lo único que ha cambiado es que me has trasladado a un nivel de precios más alto! ¡No quiero tu casa, pero quiero que tú salgas de la mía! ¡Ahora mismo!
Peter entornó los ojos y no se movió un solo centímetro.

—No estaba pensando en comprarte. Intento hacerte las cosas lo más fáciles posible.

—Un buen intento, pero te conozco demasiado bien. Te he visto en acción, ¿no te acuerdas? —El recuerdo de aquella noche se notó en la amargura de su tono y brilló como un relámpago entre ambos. También tenía otro recuerdo, que Peter no conocía: aquella ocasión en que lo vio en compañía de María Del Cerro. Efectivamente, lo había visto en acción.
Peter guardó silencio por espacio de unos instantes, mientras la recorría con su mirada oscura.

—Eso no volverá a ocurrir —dijo suavemente.

—No, no ocurrirá —convino Lali, alzando la barbilla—. No permitiré que vuelvas a tratarme así.

—No tendrías muchas alternativas, si yo decidiera hacerlo—. Peter recuperando aquel brillo peligroso en los ojos. Le dio un golpecito bajo la barbilla—. Recuérdalo, pequeña. Puedo jugar mucho más fuerte de lo que he jugado hasta ahora.
Ella apartó la cabeza bruscamente.

—Yo también.
Él deslizó la mirada por su cuerpo, y la expresión de sus ojos fue transformándose en algo lento y ardiente.

—Seguro que sí. Casi me estás tentando a que averigüe qué tal se te da jugar duro, sólo por divertirme. Pero esta conversación se ha salido del tema. No estamos en guerra, nena. Podemos llegar a un interesante arreglo y pasárnoslo bien sin hacer daño a mi familia, sólo con que tú aceptes.

—No —contestó Lali.

—Ésa debe de ser tu palabra favorita. Estoy empezando a cansarme de oírla.

—Entonces no te acerques. —Lali suspiró, cansada de pelear, y sacudió la cabeza en un gesto negativo—. Yo no quiero hacer daño a tu familia, no he venido por eso. Éste es mi hogar; no quiero causar problemas, sólo deseo vivir aquí. Si tengo que luchar contigo para conseguirlo, lucharé.

—Entonces ya está trazada la línea de batalla. —Peter se encogió de hombros—. Es cosa tuya cuántos problemas estás dispuesta a soportar para vivir aquí. Yo no pienso retroceder; sigues sin ser bienvenida en este lugar. Pero si cambias de opinión, lo único que tienes que hacer es llamarme. Yo me ocuparé de ti, sin hacer preguntas, sin burlarme.

—No pienso llamarte.

—Tal vez no, pero tal vez sí. Piensa en lo que podríamos tener juntos.

—¿Qué? ¿Un par de noches a la semana? ¿Mentir acerca de dónde estás, porque tú no quieres que se entere tu familia? Gracias, pero no.
Peter levantó una mano y le tomó la mejilla, y esta vez ella no se apartó. Le pasó suavemente el dedo pulgar por el labio inferior, palpando su blandura.

—Es más que simplemente follar —dijo con suavidad—. Aunque se sabe que eso lo deseo tanto que casi me hace daño.

Lali deseaba desesperadamente creerlo, pero por eso precisamente no se atrevía. Tuvo que reprimir las lágrimas mientras sacudía la cabeza y le decía:
—Por favor, vete.

—Está bien, me voy. Pero piensa en lo que te he dicho. —Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo—. En cuanto a tu empresa...
Lali se alarmó instantáneamente y se preparó para otro enfrentamiento.

—Si te atreves a hacer algo que perjudique mi negocio...
Él la miró con impaciencia.

—Calla. No voy a hacer nada. Sólo quería que supieras que estoy muy orgulloso de ti. Me alegro de que hayas conseguido tanto. De hecho, le he dicho al director de mi hotel que preste una consideración especial a los grupos que hayan hecho reservas por medio de tu agencia.

¿Orgulloso de ella? Lali permaneció en silencio hasta que Peter se marchó, y entonces las lágrimas que había reprimido empezaron a rodarle por las mejillas. ¿Se atrevería a creer aquello?
Pero se dio cuenta de que no podía. Permanecería fiel a su decisión original de no enviar más grupos a aquel hotel.
Pero las lágrimas siguieron rodando. Peter le había dicho que estaba orgulloso de ella.

Eugenia no se dio prisa en el cuarto de baño, pues necesitaba aquella intimidad para recuperarse.
Siempre resultaba ligeramente alarmante aquella pérdida del yo, de la personalidad. Nicolás no parecía sufrirla; él siempre estaba contento, y un poco soñoliento, cuando se separaba de ella. Oyó crujir la cama al moverse él, probablemente para apagar el cigarrillo. No fumaba mucho, estaba intentando dejarlo, pero los momentos que seguían al sexo eran una de las ocasiones en las que más le costaba resistirse al tabaco. Hoy le había temblado un poco la mano al accionar el encendedor y había hecho bailar la débil llama.

Aquella delatora reacción hizo que Eugenia se ablandara por dentro, y permaneció más tiempo de lo normal en el baño para que él no lo notara. Ya era bastante malo que supiera cómo se desmandaba ella cuando lo tenía dentro, cómo gemía y se aferraba a él con las manos húmedas y agitando las caderas. Por mucho que lo intentara, no podía permanecer quieta. Y además estaba muy húmeda allí abajo; oía los embarazosos sonidos acuosos que producía él al entrar y salir. En aquellos momentos no se sentía violenta, pues lo único en que podía pensar era la fiebre que la consumía por dentro, pero la vergüenza venía después.

No sucedía lo mismo con Alejo. Con Alejo podía contenerse; al parecer, él lo prefería así, y Eugenia sabía por qué: Alejo fingía que ella era Ornella.

No quería hacerlo con Alejo, pero al mismo tiempo sí lo deseaba. No podía decir que él la forzara, ni siquiera para hacerla sentirse mejor por lo que estaba haciendo. Amaba a Alejo, sin embargo... era casi como un padre. No podía ocupar el puesto de su padre, nadie podría, pero Alejo había sido su mejor amigo y había sufrido mucho cuando papá se marchó de aquella forma. Alejo, en silencio, le había proporcionado un hombro sobre el que apoyarse, sobre el que llorar, si se daba el caso. A veces, en los primeros días de horror, Eugenia consiguió fingir un poco que él era en efecto su padre, que nada había cambiado.

Pero el fingimiento no duró mucho. La horrible impresión sufrida aquel día había alterado para siempre algo dentro de ella, y había aceptado que las cosas jamás serían perfectas. Papá no iba a volver; prefería vivir con aquella fulana en vez de estar con su familia. No quería a mamá y nunca la había querido.

Sin embargo, Alejo sí quería a mamá. Pobre Alejo. No se acordaba de cuál fue la primera vez que comprendió cómo se sentía él, cuando vio la devoción y la tristeza en sus ojos; pero fue varios años después de que se fuera papá. Fue más o menos cuando convenció por primera vez a mamá de que cenase con ellos. Él conseguía de su madre más de lo que habían conseguido ella y Peter. Quizá fuera la gentil, devota cortesía con que la trataba. Sabía que papá nunca había sido así; era educado y amable, pero se veía que se limitaba a actuar por pura fórmula y que en realidad no se preocupaba por ella como se preocupaba Alejo.

Recordaba la noche en que ocurrió por primera vez. Peter se encontraba en Nueva Orleans en un viaje de trabajo. Mamá había bajado a cenar, pero a pesar de los mimos de Alejo, estaba más deprimida de lo habitual y en realidad le costó un esfuerzo el mero hecho de cenar con ellos, y regresó a su habitación casi de inmediato, a pesar de sus ruegos. Cuando Alejo se volvió hacia Eugenia, ella vio desolación en sus ojos, e impulsivamente le puso una mano en el brazo con la intención de consolarlo.

Era una fría noche de invierno. En el salón estaba encendido el fuego, de modo que entraron allí y Eugenia se dedicó a aliviar la expresión de aquellos ojos. Se sentaron en el sofá delante de la chimenea y hablaron reposadamente de muchas cosas mientras Alejo se tomaba una copa de coñac, su bebida favorita. La casa estaba en silencio, la habitación en penumbra, sólo había una lámpara encendida. El fuego crepitaba suavemente. Y a la luz de las llamas Eugenia debía de parecerse a su madre. Aquella noche llevaba el pelo recogido en un moño, y siempre se vestía con aquel estilo clásico y conservador que prefería mamá. Por todas aquellas razones, el coñac, la soledad, la habitación medio a oscuras, su propia desilusión, su parecido con mamá... sucedió.

Un beso se convirtió en dos, y luego en más. Sintió las manos de Alejo en el pelo, entre gemidos. Eugenia se acordaba de cómo le latía entonces el corazón, inundada por una sensación de miedo y de una compasión casi dolorosa. Alejo le tocó los pechos, casi con reverencia, pero sólo a través de la ropa. Y le subió la falda sólo lo suficiente para dejar al descubierto la parte esencial, como si no quisiera violar su pudor más de lo necesario. Eugenia tenía un recuerdo borroso de carne desnuda, oculta pero sensible al tacto, cuando él se apretó contra ella, y después una aguda punzada de dolor y aquellos movimientos rápidos en su interior. Sin embargo, el tiempo no había difuminado el recuerdo de la voz rota de Alejo al murmurar «Ornella» en su oído.

Por lo visto, Alejo no se dio cuenta de que él era el primero. En su mente, ella era mamá. Y en la mente de Eugenia, él era papá.  Aquello fue tan enfermizo que todavía sentía asco de sí misma jamás había experimentado ningún deseo sexual hacia su padre; no había experimentado ningún otro, hasta que apareció Nicolás. Pero en el tumulto de emociones de aquella noche, pensó: a lo mejor no se va, si yo le doy lo que no le quiere dar mamá. Así que tomó el sitio de su madre y se ofreció sexualmente a modo de soborno para retener a papá en casa. Pobre Alejo... y pobre ella. Ambos eran sucedáneos de algo que ninguno de los dos podría tener nunca. Freud habría tenido mucho trabajo con ella.

Pero aquella noche fue la primera de muchas, a lo largo de los siete últimos años. Aunque no fueron tantas, pensándolo bien. Probablemente se había acostado con Nicolás más veces en un solo año que con Alejo en siete. Alejo estaba avergonzado, le pedía disculpas, pero volvía a ella pues necesitaba hacerse la ilusión de tener a Ornella en sus brazos, y Eugenia le permitía tomar el alivio que necesitaba. Jamás se aproximó a ella cuando estaba Peter en casa, sólo cuando estaba de viaje.

La última vez había sido sólo dos días antes, cuando Peter estuvo en Nueva Orleans. Aquella noche fue a la oficina de Alejo, como de costumbre, y él se lo hizo en el sofá. Nunca tardaba mucho; jamás la desnudaba, ni se desnudaba él. Después de siete años haciéndolo, Eugenia nunca lo había visto desnudo, y de hecho le había visto la cosa sólo unas pocas veces. Todavía seguía excusándose por su necesidad, como si ella fuese realmente Ornella, y pensaba que el acto en sí era desagradable, de manera que terminaba lo más rápido posible y Eugenia se limpiaba y se iba a casa.

No era así con Nicolás Riera. Aún no sabía qué lo atraía de ella ni cómo había dejado que las cosas hubieran llegado tan lejos. Él había crecido en Prescott, de modo que lo conocía, sabía cómo se llamaba, había hablado con él toda la vida. Tenía cinco años más que Peter, y cuando ella terminó la secundaria, él ya era agente de la oficina del sheriff. Se había casado con su novia de la universidad y habían tenido dos niños. Eran el matrimonio perfecto, y un día su mujer lo abandonó, así, de repente. Ella se mudó a Bogalusa y volvió a casarse un par de años más tarde. Sus hijos tenían ya diecisiete y dieciocho años, y mantenía buenas relaciones con ellos.

Nicolás tenía buenas relaciones con todo el mundo, se dijo Eugenia curvando la boca en una sonrisa. Por eso lo eligieron sheriff cuando el sheriff Deese se jubiló por fin tres años atrás. Era de verdad un buen tipo, desdeñaba los trajes en favor del uniforme y prefería las botas a los zapatos con lengüeta. Era un larguirucho de un metro ochenta de estatura, con pelo rubio oscuro y amistosos ojos azules, y un salpicado de pecas que le cruzaba la nariz. Un niño grande.

Un día, hacía un año, Eugenia fue a la ciudad y decidió almorzar en el restaurante del palacio de justicia, que tenía las mejores hamburguesas de todas. Mamá se habría horrorizado al ver que tenía un gusto tan populachero, pero a ella le encantaban las hamburguesas y de vez en cuando se daba el capricho. Estaba sentada a la pequeña mesa cuando entró Nicolás, pidió también una hamburguesa y se disponía a regresar a su puesto cuando de pronto se detuvo junto a su mesa y le dijo si podía sentarse con ella. Eugenia, sorprendida, le dijo que sí.

Al principio estuvo un poco rígida, pero Nicolás era capaz de ablandar las piedras. Enseguida estaban riendo y hablando con tanta naturalidad como si fueran amigos. Otro momento de extrañeza fue cuando él le pidió que cenaran juntos; sabía muy bien que su madre no lo aprobaría. Nicolás Riera no tenía nada de buen tono social. Pero aceptó y, para sorpresa suya, él mismo preparó la cena, filetes a la parrilla, en el patio trasero de su casa. Ahora vivía en la pequeña granja en la que se había criado, cuyo vecino más próximo se encontraba a dos kilómetros carretera abajo, y Eugenia se relajó con la tranquila soledad de aquel hogar rural.

Se relajó lo bastante, después de cenar y bailar música de la radio, para moverse despacio alrededor del pequeño cuarto de estar hasta dejarse llevar al dormitorio. No tenía pensado permitírselo, ni siquiera se le había ocurrido que él pudiera intentarlo, pero Nicolás empezó a besarla, y sus besos fueron cálidos y lentos, y por primera vez en su vida experimentó la punzada del deseo en lo más profundo de su cuerpo. Alarmada por lo que estaba sucediendo, y por lo deprisa que iba todo, de todos modos se quedó dentro del dormitorio y le dejó que le bajara el cierre del vestido y después le quitara el sujetador. Nadie le había visto nunca los pechos desnudos, pero de pronto Nicolás no sólo los vio sino que además jugó con ellos. La presión de aquella boca hizo enloquecer a Eugenia, y ambos cayeron sobre la cama. Nicolás no era de los que penetraban discretamente, con los pantalones medio bajados; pronto estuvieron los dos desnudos, entrelazados el uno en el otro sobre las sábanas de algodón, y aquella punzada de deseo explotó en un desenfreno que aún hoy la alarmaba.

Una dama no actuaba de aquella manera, pero es que ella siempre había sabido que no era una dama. Su madre lo era, y Eugenia se había pasado la vida intentando ser como ella, para que la quisiera, pero siempre se había quedado corta. Su madre estaría horrorizada y asqueada si supiera que su hija pasaba varias horas a la semana en la cama con Nicolás Riera —¡precisamente había ido a escoger al sheriff!.

Continuará...

2 comentarios:

  1. Muy bien Lali...
    madre mia no me esperaba lo de euge, que fuerte todo no?
    Me encanta

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  2. Ya lo dije y lo sigo afirmando,todos los Lanzani están d psiquiatra,y ahora se añade Alejo.Y los malos eran los Esposito!.

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