Perdón por la desaparición!, pero esto de no tener mi propia compu es medio difícil. Espero su comprensión, ahí va el cap! :)
_________________________________________________________________
Luchando por controlar el
pánico, cerró la puerta y se volvió para mirar de frente a Peter, el cual se
había ido acercando despacio hasta quedar apenas a medio metro detrás de ella.
Tenía los ojos oscurecidos por la cólera.
—¿Quién era ese? —rugió—.
¿Tu viejo protector? ¿Mezclaste negocios y placer, o es que para ti todo es
negocio?
—No es asunto tuyo —repuso Lali
en tono terminante. Lo miró con expresión de furia, luchando por reprimir aquel
pequeño ataque de ira sin lograrlo del todo. El señor Bauer era cuarenta años
mayor que ella, pero, naturalmente, el primer pensamiento de Peter había sido
que se acostaba con él.
Se acercó un paso más,
anulando la escasa distancia que los separaba.
—Por supuesto que es asunto
mío, lleva dos días siéndolo.
Las mejillas de Lali se
tiñeron de un intenso rubor ante aquella referencia a lo que había pasado entre
ellos en Nueva Orleans.
—Eso no significó nada
—comenzó con voz áspera por el azoramiento, pero él la tomó de los hombros y le
propinó una ligera sacudida.
—No puedes negarlo. A lo
mejor necesitas que te refresque la memoria.
Inclinó la cabeza y,
demasiado tarde, ella levantó las manos para impedirle acercarse. Las palmas
chocaron contra su pecho al tiempo que su boca cubría la de ella, e
inmediatamente se sintió engullida por un intenso calor. El calor de Peter. El
suyo propio. Le zumbaron los oídos y se meció contra él, abriendo los labios
para acoplarse con mayor precisión a la exigente presión de los de Peter, para
dejar pasar su lengua caliente. La rodearon todos los azules, dorados y
granates de su aroma, se introdujeron en ella, la poseyeron. Notó bajo la palma
derecha el retumbar de su corazón que latía con fuerza, y su inmediata erección
contra el vientre, y sus caderas reaccionaron de modo automático, buscando.
Peter levantó la cabeza y
retrocedió, dejando un espacio de algunos centímetros entre ambos.
Respiraba con fuerza, su
mirada se había intensificado por la excitación, sus labios estaban húmedos y
enrojecidos, y ligeramente hinchados por la fuerza del beso. Movió los dedos
sobre los hombros de Lali, masajeando, acariciando.
—No niegues lo que pasó.
—No pasó nada —mintió Lali
en un tono desafiante que ocultaba su desesperación. Peter sabía que era
mentira, ella vio la furia en su rostro, pero lo dijo de todas formas. Sabía lo
que hacía. En Nueva Orleans había cometido el error de cederle un centímetro, y
ahora él intentaba aprovecharse de ello para avanzar un kilómetro. Quizás había
ido allí pensando que ella iba a ser fácil, que podía llevársela a la cama y
luego convencerla con mimos para que se fuera de la ciudad. Por él, diría. Así
podrían estar juntos sin molestar a su madre. Su descarada mentira sirvió para
hacerle ver que no tenía intención de dejar que se saliera con la suya. Se zafó
de su abrazo deslizándose a un costado para que no pudiera acorralarla contra
la puerta—. No fue más que un beso...
—Sí, y King Kong no era más
que un mono. Dale, quédate quieta —dijo irritado, alzando una mano para
agarrarla, y esta vez le sujetó los brazos—. Me estás mareando con este
bailoteo. No voy a tirarte al suelo y subirme encima de ti... Por lo menos, de
momento.
Los ojos de Lali
relampaguearon de pánico.
—¡Puedes apostar lo que
quieras a que no lo harás! —gritó, intentando de nuevo soltarse—. ¡Ni esta
noche, ni nunca!
—¿Quieres parar de una vez?
—le espetó él—. Vas a hacerte daño.
Con un rápido movimiento, la
hizo girar sobre sí misma y la aprisionó con los brazos cruzados bajo sus
pechos, sujetándole las muñecas. Así de rápido, así de fácil, se vio sometida y
rodeada, con aquel cuerpo musculoso apretado contra su espalda. Surgió la
tentación, intensa e inmediata, instándola a relajar el cuello y dejar caer la
cabeza sobre el pecho de él, dejar que su cuerpo se ablandase y adaptase al
suyo, permitirse inhalar el perfume fuerte y almizclado de su piel e
intoxicarse poco a poco. Se estremeció al sentir cómo aumentaba su deseo, y
supo que si le ofrecía una mínima reacción en aquel momento, estaría perdida.
No le costaría ni cinco minutos tenerla en la cama en posición horizontal.
—¿Lo ves? —dijo Peter
suavizando el tono de voz hasta transformarlo en un ronroneo aterciopelado al sentir
cómo temblaba. Su aliento cálido le rozó el cabello—. Lo único que tengo que
hacer es tocarte. A mí me ocurre lo mismo, Lali. No creo que esto sirva de
nada, pero por Dios, te deseo, y vamos a tener que hacer algo al respecto.
Lali cerró los ojos, aún
temblando por el esfuerzo de resistirse a él, y negó levemente con la cabeza.
—No.
—¿No, qué? —Frotó la mejilla
contra el pelo de Lali—. ¿No me deseas, o no vamos a hacer nada al respecto?
¿En qué estás mintiendo ahora?
—No te lo permitiré —dijo
ella, sin dejar que la distrajera. Abrió los ojos y fijó la vista al frente, en
una de las lámparas, en un esfuerzo por hacer caso omiso de los brazos que la
rodeaban—. No te permitiré que vuelvas a tratarme como si fuera basura.
Él se quedó quieto, hasta su
respiración se detuvo por un instante. Después expulsó el aire en silencio.
—Siempre nos ha separado
eso, ¿verdad? —No había necesidad de concretar más; el recuerdo de aquella
noche era casi tangible. Calló durante unos instantes—. Nena, estoy enterado de
lo de Holladay Travel, sé que has conseguido todo lo que tienes a base de
trabajar. Sé que no eres como tu madre.
Sabía lo de la agencia.
Luchó por reprimir una oleada de pánico y concentrarse en la última frase.
—Seguramente —dijo con
amargura—. Tienes tan buena opinión de mi forma de ser que acabas de acusarme
de tener un viejo protector. Dios mío, he invitado a un hombre solitario a
cenar conmigo, ¡así que, por supuesto, me estoy acostando con él! —Furibunda,
intentó una vez más liberarse.
Peter apretó con más fuerza
hasta que Lali apenas pudo respirar.
—Te he dicho que te quedes
quieta —la amonestó—. Te van a salir moratones.
—¡Si me salen, será culpa
tuya, no mía! ¡Eres tú el que está usando la fuerza!
Lanzó una patada hacia
atrás, y le dio en la espinilla con el taco, pero llevaba zapatillas de suela
blanda y él calzaba botas. Soltó un gruñido, pero Lali sabía que no le había
dolido. Se retorció, intentando darse la vuelta para poder hacerle más daño.
—Eres una... gatita...
salvaje —dijo él, jadeando por el esfuerzo de controlarla—. ¡Por el amor de
Dios, puedes quedarte quieta! Estaba celoso —reconoció escuetamente.
Durante unos momentos Lali
estuvo demasiado aturdida para reaccionar. Permaneció inmóvil en el círculo que
formaban los brazos de Peter, sin bajar la guardia pero con una embriagadora
sensación de euforia. ¡Celoso! No podía estar celoso, a menos que sintiera por
ella... No. No podía permitirse caer en aquella trampa. No se atrevía a
creerlo. Ya había presenciado su técnica de seducción, recordaba cómo
tranquilizó a María Del Cerro haciéndole cumplidos, diciéndole lo mucho que la
deseaba, que la necesitaba. Se le daba muy bien conseguir lo que quería. Aunque
no dudaba que la deseara físicamente, teniendo las pruebas tan prominentes,
sabía que lo demás no había cambiado; aún quería que se fuera de allí, y se
valdría de su debilidad por él para convencerla de que lo hiciera.
—¿Sinceramente esperas que
te crea? —preguntó por fin, con una gota de recelo en cada palabra.
Él movió hacia delante las
caderas.
—¿Acaso niegas esto?
Lali se obligó a sí misma a
encoger los hombros.
—¿Qué tengo que negar? ¿Qué
estas caliente? Pues qué bien. Eso no significa nada.
Una risita vibró en el pecho
de Peter.
—Menos mal que tengo la
autoestima bastante alto, de lo contrario me provocarías un complejo de
inferioridad.
Lali deseó que no se hubiera
reído. No quería que tuviera sentido del humor, quería que fuera un hombre de
espíritu mezquino y mente estrecha, para poder despreciarlo. Pero en cambio era
atrevido y audaz, y tenía una risa que desarmaba a cualquiera. Era despiadado,
pero no mezquino.
Peter inclinó la cabeza para
acariciarle la oreja con la nariz, y el calor de su aliento le hizo cosquillas
en la sensible piel de aquella zona.
—Eso no tiene por qué ser un
problema —murmuró—. Podemos estar juntos... no aquí, pero hay una solución.
Lali se puso rígida de
nuevo.
—Seguro que sí. Y tiene que
ver con que yo me vaya, ¿verdad?
Peter sacó la lengua y
empezó a juguetear con el lóbulo de la oreja de Lali antes de atraparlo entre
los dientes y mordisquearlo sensualmente.
—No tendrías que irte muy
lejos —la engatusó—. Ni siquiera tienes que vender esta casa. Yo te compraré
otra, más grande si quieres...
Lali sintió que la devoraba
la furia, candente y efervescente. Se zafó aprovechando que Peter había
aflojado su abrazo y giró para encararse con él, con el rostro blanco y los
ojos echando llamas.
—¡Cállate! No dejas de
pensar que estoy en venta, ¿verdad? ¡Lo único que ha cambiado es que me has
trasladado a un nivel de precios más alto! ¡No quiero tu casa, pero quiero que
tú salgas de la mía! ¡Ahora mismo!
Peter entornó los ojos y no
se movió un solo centímetro.
—No estaba pensando en
comprarte. Intento hacerte las cosas lo más fáciles posible.
—Un buen intento, pero te
conozco demasiado bien. Te he visto en acción, ¿no te acuerdas? —El recuerdo de
aquella noche se notó en la amargura de su tono y brilló como un relámpago
entre ambos. También tenía otro recuerdo, que Peter no conocía: aquella ocasión
en que lo vio en compañía de María Del Cerro. Efectivamente, lo había visto en
acción.
Peter guardó silencio por
espacio de unos instantes, mientras la recorría con su mirada oscura.
—Eso no volverá a ocurrir
—dijo suavemente.
—No, no ocurrirá —convino Lali,
alzando la barbilla—. No permitiré que vuelvas a tratarme así.
—No tendrías muchas
alternativas, si yo decidiera hacerlo—. Peter recuperando aquel brillo
peligroso en los ojos. Le dio un golpecito bajo la barbilla—. Recuérdalo, pequeña.
Puedo jugar mucho más fuerte de lo que he jugado hasta ahora.
Ella apartó la cabeza
bruscamente.
—Yo también.
Él deslizó la mirada por su
cuerpo, y la expresión de sus ojos fue transformándose en algo lento y
ardiente.
—Seguro que sí. Casi me
estás tentando a que averigüe qué tal se te da jugar duro, sólo por divertirme.
Pero esta conversación se ha salido del tema. No estamos en guerra, nena.
Podemos llegar a un interesante arreglo y pasárnoslo bien sin hacer daño a mi
familia, sólo con que tú aceptes.
—No —contestó Lali.
—Ésa debe de ser tu palabra
favorita. Estoy empezando a cansarme de oírla.
—Entonces no te acerques. —Lali
suspiró, cansada de pelear, y sacudió la cabeza en un gesto negativo—. Yo no
quiero hacer daño a tu familia, no he venido por eso. Éste es mi hogar; no
quiero causar problemas, sólo deseo vivir aquí. Si tengo que luchar contigo
para conseguirlo, lucharé.
—Entonces ya está trazada la
línea de batalla. —Peter se encogió de hombros—. Es cosa tuya cuántos problemas
estás dispuesta a soportar para vivir aquí. Yo no pienso retroceder; sigues sin
ser bienvenida en este lugar. Pero si cambias de opinión, lo único que tienes
que hacer es llamarme. Yo me ocuparé de ti, sin hacer preguntas, sin burlarme.
—No pienso llamarte.
—Tal vez no, pero tal vez
sí. Piensa en lo que podríamos tener juntos.
—¿Qué? ¿Un par de noches a
la semana? ¿Mentir acerca de dónde estás, porque tú no quieres que se entere tu
familia? Gracias, pero no.
Peter levantó una mano y le
tomó la mejilla, y esta vez ella no se apartó. Le pasó suavemente el dedo
pulgar por el labio inferior, palpando su blandura.
—Es más que simplemente
follar —dijo con suavidad—. Aunque se sabe que eso lo deseo tanto que casi me
hace daño.
Lali deseaba
desesperadamente creerlo, pero por eso precisamente no se atrevía. Tuvo que
reprimir las lágrimas mientras sacudía la cabeza y le decía:
—Por favor, vete.
—Está bien, me voy. Pero
piensa en lo que te he dicho. —Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo—. En
cuanto a tu empresa...
Lali se alarmó
instantáneamente y se preparó para otro enfrentamiento.
—Si te atreves a hacer algo
que perjudique mi negocio...
Él la miró con impaciencia.
—Calla. No voy a hacer nada.
Sólo quería que supieras que estoy muy orgulloso de ti. Me alegro de que hayas
conseguido tanto. De hecho, le he dicho al director de mi hotel que preste una
consideración especial a los grupos que hayan hecho reservas por medio de tu
agencia.
¿Orgulloso de ella? Lali
permaneció en silencio hasta que Peter se marchó, y entonces las lágrimas que
había reprimido empezaron a rodarle por las mejillas. ¿Se atrevería a creer
aquello?
Pero se dio cuenta de que no
podía. Permanecería fiel a su decisión original de no enviar más grupos a aquel
hotel.
Pero las lágrimas siguieron
rodando. Peter le había dicho que estaba orgulloso de ella.
Eugenia no se dio prisa en
el cuarto de baño, pues necesitaba aquella intimidad para recuperarse.
Siempre resultaba
ligeramente alarmante aquella pérdida del yo, de la personalidad. Nicolás no
parecía sufrirla; él siempre estaba contento, y un poco soñoliento, cuando se
separaba de ella. Oyó crujir la cama al moverse él, probablemente para apagar
el cigarrillo. No fumaba mucho, estaba intentando dejarlo, pero los momentos
que seguían al sexo eran una de las ocasiones en las que más le costaba
resistirse al tabaco. Hoy le había temblado un poco la mano al accionar el
encendedor y había hecho bailar la débil llama.
Aquella delatora reacción
hizo que Eugenia se ablandara por dentro, y permaneció más tiempo de lo normal
en el baño para que él no lo notara. Ya era bastante malo que supiera cómo se
desmandaba ella cuando lo tenía dentro, cómo gemía y se aferraba a él con las
manos húmedas y agitando las caderas. Por mucho que lo intentara, no podía
permanecer quieta. Y además estaba muy húmeda allí abajo; oía los embarazosos
sonidos acuosos que producía él al entrar y salir. En aquellos momentos no se
sentía violenta, pues lo único en que podía pensar era la fiebre que la
consumía por dentro, pero la vergüenza venía después.
No sucedía lo mismo con Alejo.
Con Alejo podía contenerse; al parecer, él lo prefería así, y Eugenia sabía por
qué: Alejo fingía que ella era Ornella.
No quería hacerlo con Alejo,
pero al mismo tiempo sí lo deseaba. No podía decir que él la forzara, ni
siquiera para hacerla sentirse mejor por lo que estaba haciendo. Amaba a Alejo,
sin embargo... era casi como un padre. No podía ocupar el puesto de su padre,
nadie podría, pero Alejo había sido su mejor amigo y había sufrido mucho cuando
papá se marchó de aquella forma. Alejo, en silencio, le había proporcionado un
hombro sobre el que apoyarse, sobre el que llorar, si se daba el caso. A veces,
en los primeros días de horror, Eugenia consiguió fingir un poco que él era en
efecto su padre, que nada había cambiado.
Pero el fingimiento no duró
mucho. La horrible impresión sufrida aquel día había alterado para siempre algo
dentro de ella, y había aceptado que las cosas jamás serían perfectas. Papá no
iba a volver; prefería vivir con aquella fulana en vez de estar con su familia.
No quería a mamá y nunca la había querido.
Sin embargo, Alejo sí quería
a mamá. Pobre Alejo. No se acordaba de cuál fue la primera vez que comprendió
cómo se sentía él, cuando vio la devoción y la tristeza en sus ojos; pero fue
varios años después de que se fuera papá. Fue más o menos cuando convenció por
primera vez a mamá de que cenase con ellos. Él conseguía de su madre más de lo
que habían conseguido ella y Peter. Quizá fuera la gentil, devota cortesía con
que la trataba. Sabía que papá nunca había sido así; era educado y amable, pero
se veía que se limitaba a actuar por pura fórmula y que en realidad no se
preocupaba por ella como se preocupaba Alejo.
Recordaba la noche en que
ocurrió por primera vez. Peter se encontraba en Nueva Orleans en un viaje de
trabajo. Mamá había bajado a cenar, pero a pesar de los mimos de Alejo, estaba
más deprimida de lo habitual y en realidad le costó un esfuerzo el mero hecho
de cenar con ellos, y regresó a su habitación casi de inmediato, a pesar de sus
ruegos. Cuando Alejo se volvió hacia Eugenia, ella vio desolación en sus ojos,
e impulsivamente le puso una mano en el brazo con la intención de consolarlo.
Era una fría noche de
invierno. En el salón estaba encendido el fuego, de modo que entraron allí y Eugenia
se dedicó a aliviar la expresión de aquellos ojos. Se sentaron en el sofá
delante de la chimenea y hablaron reposadamente de muchas cosas mientras Alejo
se tomaba una copa de coñac, su bebida favorita. La casa estaba en silencio, la
habitación en penumbra, sólo había una lámpara encendida. El fuego crepitaba
suavemente. Y a la luz de las llamas Eugenia debía de parecerse a su madre.
Aquella noche llevaba el pelo recogido en un moño, y siempre se vestía con
aquel estilo clásico y conservador que prefería mamá. Por todas aquellas
razones, el coñac, la soledad, la habitación medio a oscuras, su propia
desilusión, su parecido con mamá... sucedió.
Un beso se convirtió en dos,
y luego en más. Sintió las manos de Alejo en el pelo, entre gemidos. Eugenia se
acordaba de cómo le latía entonces el corazón, inundada por una sensación de
miedo y de una compasión casi dolorosa. Alejo le tocó los pechos, casi con
reverencia, pero sólo a través de la ropa. Y le subió la falda sólo lo
suficiente para dejar al descubierto la parte esencial, como si no quisiera
violar su pudor más de lo necesario. Eugenia tenía un recuerdo borroso de carne
desnuda, oculta pero sensible al tacto, cuando él se apretó contra ella, y
después una aguda punzada de dolor y aquellos movimientos rápidos en su
interior. Sin embargo, el tiempo no había difuminado el recuerdo de la voz rota
de Alejo al murmurar «Ornella» en su oído.
Por lo visto, Alejo no se
dio cuenta de que él era el primero. En su mente, ella era mamá. Y en la mente
de Eugenia, él era papá. Aquello fue tan
enfermizo que todavía sentía asco de sí misma jamás había experimentado ningún
deseo sexual hacia su padre; no había experimentado ningún otro, hasta que
apareció Nicolás. Pero en el tumulto de emociones de aquella noche, pensó: a lo
mejor no se va, si yo le doy lo que no le quiere dar mamá. Así que tomó el
sitio de su madre y se ofreció sexualmente a modo de soborno para retener a
papá en casa. Pobre Alejo... y pobre ella. Ambos eran sucedáneos de algo que
ninguno de los dos podría tener nunca. Freud habría tenido mucho trabajo con
ella.
Pero aquella noche fue la
primera de muchas, a lo largo de los siete últimos años. Aunque no fueron
tantas, pensándolo bien. Probablemente se había acostado con Nicolás más veces
en un solo año que con Alejo en siete. Alejo estaba avergonzado, le pedía
disculpas, pero volvía a ella pues necesitaba hacerse la ilusión de tener a Ornella
en sus brazos, y Eugenia le permitía tomar el alivio que necesitaba. Jamás se
aproximó a ella cuando estaba Peter en casa, sólo cuando estaba de viaje.
La última vez había sido
sólo dos días antes, cuando Peter estuvo en Nueva Orleans. Aquella noche fue a
la oficina de Alejo, como de costumbre, y él se lo hizo en el sofá. Nunca
tardaba mucho; jamás la desnudaba, ni se desnudaba él. Después de siete años
haciéndolo, Eugenia nunca lo había visto desnudo, y de hecho le había visto la
cosa sólo unas pocas veces. Todavía seguía excusándose por su necesidad, como
si ella fuese realmente Ornella, y pensaba que el acto en sí era desagradable,
de manera que terminaba lo más rápido posible y Eugenia se limpiaba y se iba a
casa.
No era así con Nicolás Riera.
Aún no sabía qué lo atraía de ella ni cómo había dejado que las cosas hubieran
llegado tan lejos. Él había crecido en Prescott, de modo que lo conocía, sabía
cómo se llamaba, había hablado con él toda la vida. Tenía cinco años más que Peter,
y cuando ella terminó la secundaria, él ya era agente de la oficina del
sheriff. Se había casado con su novia de la universidad y habían tenido dos
niños. Eran el matrimonio perfecto, y un día su mujer lo abandonó, así, de
repente. Ella se mudó a Bogalusa y volvió a casarse un par de años más tarde.
Sus hijos tenían ya diecisiete y dieciocho años, y mantenía buenas relaciones
con ellos.
Nicolás tenía buenas
relaciones con todo el mundo, se dijo Eugenia curvando la boca en una sonrisa.
Por eso lo eligieron sheriff cuando el sheriff Deese se jubiló por fin tres
años atrás. Era de verdad un buen tipo, desdeñaba los trajes en favor del
uniforme y prefería las botas a los zapatos con lengüeta. Era un larguirucho de
un metro ochenta de estatura, con pelo rubio oscuro y amistosos ojos azules, y
un salpicado de pecas que le cruzaba la nariz. Un niño grande.
Un día, hacía un año, Eugenia
fue a la ciudad y decidió almorzar en el restaurante del palacio de justicia,
que tenía las mejores hamburguesas de todas. Mamá se habría horrorizado al ver
que tenía un gusto tan populachero, pero a ella le encantaban las hamburguesas
y de vez en cuando se daba el capricho. Estaba sentada a la pequeña mesa cuando
entró Nicolás, pidió también una hamburguesa y se disponía a regresar a su
puesto cuando de pronto se detuvo junto a su mesa y le dijo si podía sentarse
con ella. Eugenia, sorprendida, le dijo que sí.
Al principio estuvo un poco
rígida, pero Nicolás era capaz de ablandar las piedras. Enseguida estaban
riendo y hablando con tanta naturalidad como si fueran amigos. Otro momento de
extrañeza fue cuando él le pidió que cenaran juntos; sabía muy bien que su
madre no lo aprobaría. Nicolás Riera no tenía nada de buen tono social. Pero
aceptó y, para sorpresa suya, él mismo preparó la cena, filetes a la parrilla,
en el patio trasero de su casa. Ahora vivía en la pequeña granja en la que se
había criado, cuyo vecino más próximo se encontraba a dos kilómetros carretera
abajo, y Eugenia se relajó con la tranquila soledad de aquel hogar rural.
Se relajó lo bastante,
después de cenar y bailar música de la radio, para moverse despacio alrededor
del pequeño cuarto de estar hasta dejarse llevar al dormitorio. No tenía
pensado permitírselo, ni siquiera se le había ocurrido que él pudiera
intentarlo, pero Nicolás empezó a besarla, y sus besos fueron cálidos y lentos,
y por primera vez en su vida experimentó la punzada del deseo en lo más
profundo de su cuerpo. Alarmada por lo que estaba sucediendo, y por lo deprisa
que iba todo, de todos modos se quedó dentro del dormitorio y le dejó que le
bajara el cierre del vestido y después le quitara el sujetador. Nadie le había
visto nunca los pechos desnudos, pero de pronto Nicolás no sólo los vio sino
que además jugó con ellos. La presión de aquella boca hizo enloquecer a Eugenia,
y ambos cayeron sobre la cama. Nicolás no era de los que penetraban
discretamente, con los pantalones medio bajados; pronto estuvieron los dos
desnudos, entrelazados el uno en el otro sobre las sábanas de algodón, y
aquella punzada de deseo explotó en un desenfreno que aún hoy la alarmaba.
Una dama no actuaba de
aquella manera, pero es que ella siempre había sabido que no era una dama. Su
madre lo era, y Eugenia se había pasado la vida intentando ser como ella, para
que la quisiera, pero siempre se había quedado corta. Su madre estaría
horrorizada y asqueada si supiera que su hija pasaba varias horas a la semana
en la cama con Nicolás Riera —¡precisamente había ido a escoger al sheriff!.
Continuará...
Muy bien Lali...
ResponderEliminarmadre mia no me esperaba lo de euge, que fuerte todo no?
Me encanta
Ya lo dije y lo sigo afirmando,todos los Lanzani están d psiquiatra,y ahora se añade Alejo.Y los malos eran los Esposito!.
ResponderEliminar