sábado, 30 de junio de 2012

Capítulo 39





Hola! como andan? Espero que la estén pasando super bien! :) 
El capi va dedicado a Chari, por siempre firmar cada capítulo! espero que te guste :)
Un beso!!
Recuerden firmar :)
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—Aparentemente —dijo por fin, despacio— tú eres el más sospechoso, Peter. —Lali inició inmediatamente una protesta, pero él la mandó callar con un gesto—. Supongo que también lo sabía usted, por lo de la nota —le dijo a Lali—. Así que eso me hace preguntarme por qué lo llamó a él en vez de llamar a la oficina del sheriff.

—Sabía que él no había dejado la nota ni la caja.

—No es ningún secreto que a ti no te hizo ninguna gracia que ella volviera aquí —dijo Nicolás, mirando a Peter.

—Así es. Y sigue sin gustarme. —La dura boca de Peter se curvó en una sonrisa sin humor—. Pero las notas con amenazas y los gatos muertos no son mi estilo. Yo libro mis batallas a cielo abierto.

—Es verdad, ya lo sé. Sólo trato de saber por qué la señora Martínez te llamó a ti.
Peter lanzó un bufido.

—Imagínatelo.

—Creo que ya me lo he imaginado.

—Entonces deja de hacerte el tarado.
El sheriff no se dio por ofendido, sino que se limitó a sonreír. Un instante después adoptó de nuevo una actitud profesional.

—Necesito que los dos vengan al palacio de justicia para tomarles las huellas dactilares y examinar la caja y la nota por si hay otras que no coincidan. Además, señora Martínez, tendrá que hacer una declaración.

—De acuerdo. Voy por las llaves. —Lali se puso de pie y Peter la cogió del brazo.

—No, te llevo yo.

—No es necesario que vuelvas hasta aquí...

—He dicho que te llevo yo. —Le dirigió una mirada implacable, imponiéndole su voluntad. Ella pareció irritada pero no protestó más, y el sheriff sonrió de nuevo.
Peter la condujo afuera y la depositó en el lujoso asiento de cuero del jaguar.

—No tienes por qué llevarme —dijo malhumorada mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.

—Por supuesto que sí, si quiero hablar contigo.

—¿Qué hay que decir?
Peter arrancó el auto y salió marcha atrás de la entrada para seguir al auto patrulla del sheriff Riera.

—Es evidente que algún loco te la tiene jurada. Estarás mucho más segura lejos de Prescott.
Lali desvió el rostro y fijó la vista en la ventanilla.

—No has tardado mucho en sacar el tema —replicó.

—Si que eres terca. ¿Es que no te das cuenta de que esa cabecita morocha tuya puede correr peligro?

                           *                *                  *

Lali iba hirviendo de furia para cuando salió del palacio de justicia, aunque mayormente había logrado controlar su genio. Peter la había presionado durante todo el camino para convencerla de que se marchara de Prescott, y para más irritación suya, el sheriff Riera se había mostrado de acuerdo en que tal vez no estuviera del todo a salvo, viviendo sola y sin vecinos cerca. Lali había señalado que si se fuera cesaría el acoso, jamás averiguarían quién había hecho aquello, y el culpable se iría tan contento al ver que su táctica había funcionado. Ella no estaba dispuesta a darle aquella satisfacción.

El sheriff Riera le concedió que su lógica era aplastante y su valentía loable, pero que brillaba por su falta de sentido común. Podía resultar herida de verdad.

Lali convino con él en aquella valoración, y se negó tercamente a ceder un centímetro. Ahora que ya se le había pasado el tembleque, veía la causa y el efecto. El gato muerto significaba, de algún modo, que había estado muy cerca de descubrir qué le había sucedido realmente a Nicolás, y si se marchara en aquel momento nunca lo sabría con seguridad. El sheriff y Peter pensaban que alguien la estaba acosando; ella sabía que la cosa era más grave. Tenía que luchar contra la tentación de decirles lo que creía que había detrás de lo del gato y las notas; si se extendía el rumor de que ella estaba sugiriendo que Nicolás había sido asesinado, ello advertiría al culpable y lo haría aún más difícil de capturar. De modo que guardó silencio, y la frustración de hacerlo era lo que le producía aquella irritación.

Podía hacer caso omiso de los comentarios del sheriff Riera en el sentido de que debía marcharse, pero los de Peter le llegaban al corazón. Sus sugerencias en tono afectuoso hacía mucho que se habían deteriorado y transformado en duras exigencias para cuando salieron del palacio de justicia para emprender el camino de vuelta a casa.

—¡Por última vez, no! —gritó Lali, al menos por quinta vez, cuando entraba en el auto. Varias cabezas se giraron hacia ella.

—Mierda —murmuró Peter. Para ser un hombre que quería evitar los chismorreos, aquel día se había lucido. Su Jaguar no era un automóvil que pasara inadvertido fácilmente, y Lali era una mujer que hacía voltear cabezas. Muchas personas habrían notado que él la había llevado en auto al centro del pueblo, había entrado con ella en el palacio de justicia y salido con ella del mismo, por no mencionar el hecho de que le estaba gritando. En fin, no había nada que pudiera hacer al respecto; dadas las mismas circunstancias por las que había pasado aquel día, haría lo mismo otra vez.
Lali abrochó los dos extremos del cinturón de seguridad.

—Ya sé que tú no has tenido nada que ver con el gato muerto ni con las notas —le dijo en tono iracundo—. Pero no puedes evitar aprovecharte de ello en tu propio beneficio, ¿verdad? Desde el primer día estás deseando que me vaya, y para ti resulta inaceptable que no puedas obligarme a hacer lo que tú quieres.
Él le dirigió una mirada amenazadora, peligrosa, mientras sorteaba el tráfico de la plaza.

—Ni se te ocurra pensar algo así —dijo en voz baja—. Si quisiera, podría obligarte a salir de aquí en media hora. Pero he decidido no hacerlo.

—No me digas —replicó Lali en un tono teñido de incredulidad—. ¿Y para qué andarse con chiquilinadas?

—Por dos razones. Una es que no te merecías lo que sucedió hace doce años, y yo no tenía intención de volver a tratarte así. —Desvió la vista de la calle el tiempo suficiente para recorrer de arriba abajo el cuerpo de Lali, haciendo hincapié en los senos y los muslos—. Ya sabes cuál es la segunda razón.

Aquella verdad vibró un instante entre ambos, justo por debajo del punto de ebullición. Peter la deseaba. Lali lo sabía... bueno, casi desde el principio, ciertamente desde aquel beso incendiario de Nueva Orleans. Pero la deseaba con sus condiciones; quería instalarla en una casita en algún sitio que no fuese Prescott, completamente fuera de la parroquia, para que su lío con ella no molestase a su familia. Aquellas circunstancias serían perfectas para él porque conseguiría sus dos objetivos de un solo plumazo.

—No pienso permitir que me escondas como si yo fuera algo vergonzoso —dijo, con mirada vehemente y dura, fija en el parabrisas—. Si no eres capaz de relacionarte conmigo abiertamente, pues déjame en paz de una vez.
Peter descargó el puño contra el volante.

—¡Maldita sea, Lali! Ese gato muerto no te lo ha enviado el comité de bienvenida. ¡Estoy pensando en tu seguridad! Sí, me gustaría horrores que te mudases a otro sitio. Mi madre me crispa los nervios, sin embargo eso no significa que quiera hacerle daño. ¿Es que tengo que pedir disculpas por quererla a pesar de todo? Tú sabes enfrentarte a las situaciones difíciles, pero ella no. — Yo soy un canalla avaricioso, quiero lo mejor para ella y tenerte también a ti. Si te fueras a otra parte, podríamos mantener una relación satisfactoria, ¡y yo no tendría que preocuparme de que te estuviera acechando un maníaco!

—Entonces no te preocupes. Ya me preocuparé yo.
Peter emitió un sonido de rabia y frustración contenidas.

—No piensas ceder ni un milímetro, ¿verdad?

Una vez más, Lali tuvo que luchar contra el impulso de decirle que tenía sus motivos para seguir en sus trece, motivos que estaban al margen de la relación personal entre ambos. Pero estando de aquel humor, de todas formas no la creería.

Ya habían salido de la ciudad y por la carretera circulaba muy poco tráfico. Pronto se desviaron a una carretera secundaria que conducía a la casa de Lali. En realidad, nunca se había percatado de lo aislada que estaba su casa, por lo menos no desde el punto de vista de su propia vulnerabilidad.

Había disfrutado de la paz y la quietud, de la sensación de espacio. Maldito fuera aquel enemigo desconocido, invisible, por haber destruido el placer que le proporcionaba haber regresado por fin al hogar.

No volvió a decir nada hasta que Peter la dejó frente a la entrada. Eran las últimas horas de la tarde y el sol poniente bañaba el pequeño edificio con una luz dorada. En muy poco tiempo se había hecho a vivir allí, rodeada por sus cosas, sus paredes, bajo un tejado que era suyo. ¿Marcharse de allí? Le resultaba impensable.

—Dime una cosa —le dijo a Peter con una mano en el tirador de la portezuela—: No quiero tener un romance contigo, viva donde viva. ¿Sirve eso para disminuir tu preocupación por mi seguridad?

Peter la detuvo cerrando los dedos sobre su muñeca y reteniéndola dentro del auto. Tenía los ojos oscurecidos por la ira, pero no respondió a aquella pregunta insultante, sino que se limitó a replicar:
—Puedo hacerte cambiar de idea. Los dos lo sabemos.

Lali abrió la puerta y él la dejó salir, contento de haber tenido la última palabra. Con frecuencia era así, pensó Lali. Peter tenía el empeño de llevar la conversación más lejos de lo que ella pretendía, para que su único recurso fuera el silencio.
Sintió que él la observaba desde el auto hasta que estuvo a salvo en el interior de la casa.

Tenía razón. Sí que podía hacerla cambiar de idea, con poco o nulo esfuerzo. Lo de ella había sido un jugada, pero no una mentira. Era verdad que no quería tener un romance con él, pero eso no quería decir que fuera capaz de resistirse. Si él hubiera insistido en entrar en la casa con ella, después de un beso probablemente se habría dejado llevar directamente al dormitorio. Luego sería cuando vendría el arrepentimiento.

Continuará...

UH! Volvieron nuestras familiares peleas, pero no os desesperéis, puesto que pronto vendrán tiempos mejores! jijij
Hasta luego mis queridas lectoras!

viernes, 29 de junio de 2012

Capítulo 38







Ultimo capítulo de día! saben estaba viendo unas imágenes de Lali y Euge...alguien me puede decir que ocurrió realmente? 
Un beso y que tengan un lindo fin de semana largo! :)
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Aquellos Ojos oscuros clavados en su rostro como si estudiara la posibilidad de echarle el jugo por encima si no se lo bebía tan deprisa como él creía que debía hacerlo.  Para prevenir semejante acción, Lali tomó un buen trago del jugo y de hecho notó un ligero alivio de la tensión muscular.

—No te atrevas —musitó—. Estoy haciendo todo lo posible para no tirármelo encima otra vez.
La gravedad del semblante de Peter se aligeró un poco.

—¿Cómo has sabido lo que estaba pensando?

—Por la forma de mirar el vaso y luego a mí. —Bebió otro sorbo—. Pensaba que el sheriff era Deese.

—Se ha jubilado. —Peter tuvo el pensamiento fugaz de que el recuerdo que tenía Lali del sheriff Deese no era agradable, y se preguntó si sería por eso por lo que lo había mirado tan alarmada cuando él llamó al sheriff—. Te va a gustar Nicolás Riera. Es joven para el trabajo, y todavía se interesa por seguir las técnicas modernas.

Nico también había estado presente aquella noche, recordó Peter, pero Lali no lo sabría, probablemente no lo reconocería. En el estado en que se encontraba, seguramente los agentes no eran más que figuras uniformadas sin rostro. Tan sólo él y el sheriff, que estaban apartados a un lado, se le habrían grabado en la memoria.

Aquella desconcertante contradicción tomó forma en su mente. Resultaba obvio que Lali se sentía reacia a ver al sheriff Deese, pero en ningún momento había mostrado esa inquietud al tratar con él mismo. Había sido atrevida, provocativa, enloquecedora, y sobre todo frustrante, pero nunca había mostrado la menor vacilación en estar en su compañía.

La vacilación tampoco era algo que lo preocupase. ¿Por qué, si no, cuando recibió su llamada, supuestamente para sacar un fastidioso gato de su casa, había cancelado enseguida una reunión de trabajo y había ido hasta allí lo más rápido posible, todavía oyendo las airadas protestas de Eugenia?

Lali lo había llamado pidiendo que la ayudase, y por mínimo que fuese el problema, la ayudaría si estaba en su mano. Resultó que el problema no era menor, y todo su instinto de protección se sintió escandalizado. Tenía la intención de averiguar quién había hecho algo tan asqueroso, porque lo iba a pasar muy mal. Le dolían los puños por la necesidad de estrellarlos contra la cara del culpable.

—¿Por qué no se te ocurrió que podía haber sido yo? —preguntó con suavidad, su atención fija en la cara de Lali para captar cualquier cambio de expresión—. Yo he estado intentando obligarte a que te vayas de aquí, así que sería lógico que yo fuera la persona de quien primero sospechases.
Lali ya estaba negando con la cabeza antes de que él terminara de hablar, y el movimiento hizo que la resplandeciente cortina que formaba su cabello se meciera contra su rostro.

—Tú no harías algo así —dijo con absoluta convicción—. Como tampoco me habrías dejado la primera nota.
Él guardó silencio durante unos instantes, distraído por el placer que le provocaba la confianza que Lali tenía en él.

—¿Qué nota? —Pronunció la última palabra con aspereza.

—Ayer, cuando salí, había una nota en el asiento delantero del auto.

—¿Lo has denunciado?
Ella volvió a negar con la cabeza.

—No era una amenaza concreta.

—¿Qué decía?
La mirada que le dirigió esta vez era ligeramente angustiada, y Peter se preguntó por qué.

—Cito textualmente: Cierra la boca si sabes lo que te conviene.
El café estaba listo. Él se levantó y sirvió una taza para cada uno.

—¿Cómo lo tomas? —preguntó en tono ausente, pues aún seguía pensando en la nota y en el paquete, el cual sí había venido acompañado de una amenaza más concreta. Sintió aletear una furia fría, siniestra, en su interior, apenas controlada.

—Solo.

Le entregó la taza a Lali y volvió a sentarse en la postura original, lo bastante cerca para tocarla. Lali era más experta que nadie en leerle la expresión de la cara, y de hecho debió de ver algo que la alarmó, porque se lanzó a una de aquellas maniobras de desvío típicas de ella.

—Antes tomaba el café con mucho azúcar, pero el señor Torres es diabético. Decía que era más fácil renunciar a todo lo dulce que hacer el tonto con edulcorantes artificiales, de modo que en aquella casa no había nada que se pudiera usar. Lo habrían comprado para mí si se lo hubiera pedido, pero no quise imponerles...
Si su intención era distraerlo, pensó Peter irritado, lo había conseguido. Incluso reconociendo la maniobra, ésta no perdió efectividad, porque Lali empleó un anzuelo muy interesante.

—¿Quién es el señor Torres? —le preguntó, interrumpiendo el torrente de palabras. Sintió el aguijón de los celos y se preguntó si Lali le estaría hablando de algún tipo con el que había vivido antes de mudarse a Prescott.
Aquellos ojos café de expresión soñolienta parpadearon al mirarlo.

—Los Torres eran mis padres adoptivos.

Un hogar adoptivo. Sintió una fría garra que le retorcía las entrañas. Había imaginado que la vida de Lali había continuado de modo muy parecido a como era antes. Siendo realista, un buen hogar adoptivo habría sido preferible con mucho a la clase de vida que había tenido hasta entonces, pero nunca resultaba fácil para los niños perder a su familia, por muy podrida que estuviera, y marcharse a vivir con desconocidos. Encontrar un buen hogar era como echarlo a los dados, en el mejor de los casos. Eran muchos los niños que sufrían abusos en su hogar adoptivo, y para una niña con la apariencia de Lali...
El crujido de la grava indicó la llegada de Mike.

—Quédate aquí —balbuceó Peter, y salió por la puerta de atrás. Hizo una seña a Nico al tiempo que la forma de éste se desdoblaba para bajarse del auto patrulla, y fue hasta la parte trasera de la casa, donde había dejado la caja.
Nico fue a su encuentro y contrajo su cara por el asco al mirar el contenido.

—En este trabajo tengo que ver muchas cosas repugnantes —dijo en tono familiar, agachándose en cuclillas junto a la caja—, pero algunas todavía me revuelven el estómago. ¿Cómo diablos se le puede hacer esto a un pobre animal indefenso? ¿Has manipulado mucho la caja?

—Sólo para sacarla aquí fuera. He tenido cuidado de tocar solamente la esquina delantera izquierda y la trasera derecha. No sé cuánto la habrá manipulado Lali antes de abrirla. Yo he utilizado un lapicero para abrir las solapas —añadió—. En una de ellas hay un mensaje.

Nico empleó la misma técnica, sacando un lapicero del bolsillo. Frunció los labios al leer el mensaje, impreso en letras mayúsculas en el cartón con un plumón:
LÁRGATE DE PRESCOTT O TERMINARÁS IGUAL QUE EL GATO —Voy a llevármela a ver si puedo conseguir alguna huella.—Lanzó una mirada hacia la casa—. ¿Ella se encuentra bien?

—Estaba muy nerviosa cuando llegué, pero ahora ya se ha tranquilizado.

—De acuerdo. —Todavía usando el lapicero, Mike cerró las solapas y se quedó mirando la caja durante unos segundos, y después soltó un gruñido.
Peter la miró también y vio lo que se le había pasado por alto la primera vez.

—No lleva estampilla. Estaba encima del resto del correo, de modo que pensé que había llegado por correo también.

—No. La han entregado en mano. Vamos a ver si ha oído algo o ha visto algún auto.

Entraron en la cocina, y Peter vio que Lali seguía sentada donde él la había dejado, tomándose el café. Levantó la vista, ya aparentemente calmada, pero él sospechó que aquel control pendía de un hilo.
Lali se puso de pie inmediatamente, mirando a Nico.

—Señora. —Él se tocó el sombrero con los dedos—. Soy Nicolás Riera, el sheriff. ¿Se encuentra bien para responder a unas preguntas?

—Por supuesto —repuso ella—. ¿Quiere un café?

—Por favor.

—¿Azúcar o crema de leche?

—Azúcar.

Una vez cumplida la cortesía social, Lali regresó a su silla. Peter se quedó de pie a su lado, apoyado en la enorme mesa. Mike se acomodó junto al fregadero con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos.

—¿Dónde encontró la caja? —preguntó Nico.

—En el buzón.

—No lleva estampillas. No se la han enviado por correo, de modo que doy por sentado que se la dejaron en el buzón después de la entrega del correo. Se supone que nadie usa el buzón excepto el servicio postal, así que el cartero probablemente la habría sacado. ¿Oyó la furgoneta del correo o vio pasar algún otro auto?
Lali negó con la cabeza.

—No estaba aquí. Estaba haciendo las compras. Vine a casa, guardé las provisiones y salí a recoger el correo.

—¿Hay alguien que esté enfadado con usted? ¿Alguien que pudiera enviarle un gato muerto para ajustar cuentas?
Otra negativa.

—Ayer se encontró una nota en el auto —intervino Peter.

—¿Qué clase de nota? ¿Qué decía?

—Que cerrase la boca si sabía lo que me convenía —informó Lali.

—¿La conserva?

Lanzó un suspiro, dirigió a Peter una mirada de cautela y fue a buscar la nota. Volvió sosteniendo el papel por una esquina.

—Déjelo sobre la encimera —dijo Nico—. No quiero tocarlo.

Ella obedeció, y Peter se puso al lado de Nico para leer el texto. Estaba escrito con la mismas letras mayúsculas que adornaban el cartón de la caja: «No hagas más preguntas acerca de Nicolás Lanzani. Cierra la boca si sabes lo que te conviene». Peter le disparó una mirada irritada, comprendiendo por qué lo había mirado con cautela.

—Está bien —gruñó—. ¿Qué has estado tramando ahora?

—Yo sé tanto como tú —replicó Lali en un tono suave que Peter empezó a pensar que ocultaba tanto como revelaba.

—Bien. —Nico estiró el mentón—. ¿Qué tiene que ver con esto tu padre, Peter?

—Aquí, la señorita metomentodo ha estado haciendo preguntas sobre él por toda la ciudad. —La miró con cara de pocos amigos.

—¿Por qué iba eso a sacar a alguien de quicio hasta el punto de enviar una nota como ésta y dejar un gato muerto en el buzón?

—Me ha sacado de quicio a mí —dijo Peter con franqueza—. No quiero que por ningún motivo Eugenia ni mi madre se vean afectadas por revolver otra vez todo aquel viejo escándalo. No sé a quién puede fastidiarlo tanto.
El sheriff guardó silencio, con sus ojos azules semicerrados mientras reflexionaba.

Continuará...

Capítulo 37





Segundo capítulo del día!
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Aquella teoría estaba resultando difícil de llevar a la práctica. Había evitado pensar en Peter sacándolo de su mente a la fuerza después de separarse de él la tarde anterior. Había hecho caso omiso a las ansias que sentía su cuerpo, y se negaba a pensar en lo que había estado a punto de suceder entre ellos. Pero a pesar de su voluntad, su subconsciente la había traicionado y había introducido a Peter en sus sueños, de forma que a la mañana siguiente se despertó buscándolo con las manos. El sueño había sido tan vívido que terminó llorando de anhelo y desilusión.

Se le había acabado la resistencia; mejor era reconocerlo. Si él no hubiera dicho lo que dijo, ella se le habría entregado sobre la hierba. Su moral y sus principios no servían de nada cuando Peter la tomaba en sus brazos, promesas de papel que se desvanecían al primer beso.

Conforme iba descartando personas de su lista de sospechosos, la balanza se inclinaba cada vez más hacia Peter. Era lógico. Emocionalmente, aquella idea se topaba con un total rechazo.  No podía ser Peter. ¡No podía ser él! No podía creerlo; no quería creerlo. El hombre que ella conocía era capaz de tomarse extraordinarias molestias para proteger a sus seres queridos, pero el asesinato a sangre fría no era una de ellas.

Su madre sabía quién era el asesino. Lali estaba tan segura de ello como jamás lo había estado de ninguna otra cosa. Sin embargo, requeriría esfuerzo conseguir que lo admitiera, pues le iba a suponer problemas. Gimena no era dada a actuar en contra de su propio interés, y desde luego menos por algo tan abstracto como la justicia. Lali la conocía bien; si la presionaba demasiado, huiría, en parte por miedo, pero la razón principal sería evitar crearse problemas. Después de haberle sonsacado aquella información acerca de la casa de verano, Lali sabía que tendría que dejar pasar un tiempo antes de volver a llamarla.


La caja le fue entregada al día siguiente.
Regresaba a casa de hacer la compra en la parroquia vecina, y después de transportarlo todo y guardarlo, fue al buzón a recoger el correo del día. Cuando abrió la tapa del enorme buzón vio el habitual surtido de facturas, revistas y publicidad, además de una caja depositada encima. La cogió con curiosidad; no había hecho ningún pedido, pero el peso de la caja resultaba intrigante. Las solapas estaban selladas con cinta adhesiva y en la parte superior habían sido garabateados su nombre y su dirección.

Lo llevó todo al interior de la casa y lo dejó sobre la mesa de la cocina. Extrajo un cuchillo del cajón, cortó la cinta adhesiva de la solapa y abrió las dos mitades, y después apartó el montón de papel de relleno usado para el embalaje.
Después de mirar horrorizada el contenido, se volvió y vomitó en el fregadero.
El gato no sólo estaba muerto, sino que había sido mutilado. Estaba envuelto en plástico, probablemente para que el olor no alertase a alguien antes de abrir la caja.

Lali no pensó, reaccionó de manera instintiva. Cuando cesaron los violentos espasmos, buscó a ciegas el teléfono. Cerró los ojos al oír la voz profunda y grave en el auricular y se aferró a él como si fuera un salvavidas.

—P—Peter —tartamudeó, y luego guardó silencio, con la mente en blanco. ¿Qué podía decirle?
¿Socorro, estoy asustada y te necesito? No tenía derecho a pedirle nada, su relación era una mezcla volátil de enemistad y deseo, y cualquier debilidad por su parte no haría sino proporcionarle otra arma. Pero estaba afectada y aterrorizada a un tiempo, y él era la única persona que se le ocurría a quien pedir ayuda.

—¿Lali? —Algo de aquel terror suyo debió de hacerse evidente en la única palabra que había pronunciado, porque la voz de Peter se había vuelto muy calmada—. ¿Qué pasa?
De espaldas a lo ofensivo que había encima de la mesa, Lali luchó por recobrar el control de la voz, pero aun así le salió como un susurro.

—Hay... un gato aquí —consiguió decir.

—¿Un gato? ¿Te dan miedo los gatos?

Ella negó con la cabeza, y entonces cayó en la cuenta de que Peter no podía verla por el teléfono. No obstante, su silencio debió de hacerle pensar que la respuesta era afirmativa, porque dijo en tono tranquilizador:
—Tírale algo, eso lo espantará.
Lali volvió a sacudir la cabeza, esta vez con más vehemencia.

—No. —Aspiró profundamente—. Ayúdame.

—Está bien. —Evidentemente, había decidido que a ella la aterrorizaban demasiado los gatos para hacerse cargo ella sola de la situación, de modo que adoptó un tono enérgico y tranquilizador—. Voy para allá. Siéntate en alguna parte donde no lo veas, y yo me encargaré de él cuando llegue.

Colgó, y Lali siguió su consejo. No soportaba estar en la casa con aquella cosa, así que salió al patio y se sentó inmóvil en el columpio, esperando insensible a que llegara Peter.

Peter llegó en menos de quince minutos, pero a ella le parecieron una eternidad. Su figura se desplegó del interior del jaguar y se dirigió hacia el patio con aquella forma suya de andar, airosa y suelta, y una leve sonrisa de condescendencia masculina en los labios, el héroe que acude a salvar a la damisela en apuros de la bestia feroz. Lali no se ofendió; que pensara lo que quisiera, con tal de que la librase de aquella cosa que tenía en la cocina. Lo miró fijamente, con una palidez tal en la cara que la sonrisa de Peter se esfumó.

—No estarás de verdad asustada, ¿no? —le preguntó con suavidad al tiempo que se agachaba en cuclillas frente a ella y le tomaba una mano en las suyas. Lali tenía los dedos helados a pesar de lo caluroso del día—. ¿Dónde está?

—En la cocina —respondió Lali con los labios tensos—. Encima de la mesa.
Peter le palmeó el hombro para consolarla, se incorporó y abrió la puerta de rejilla. Lali escuchó sus pasos al cruzar la sala de estar y entrar en la cocina.

—¡Por el amo de Dios, quién es capaz de hacer esto! —lo oyó exclamar, y después otra sarta de insultos más. Luego, la puerta trasera que se cerraba de golpe. Se cubrió el rostro con las manos. Debería habérselo advertido, no debería haber dejado que se llevase la misma impresión que se había llevado ella, pero sencillamente no había sido capaz de decir las palabras correctas.

Minutos más tarde Peter regresó a la parte frontal de la casa y volvió a subir los escalones del patio. Tenía la mandíbula apretada con fuerza y una expresión de frialdad en los ojos que Lali jamás había visto antes, pero esta vez su cólera no iba contra ella.

—Ya está —dijo, todavía en aquel tono amable—. Me he librado de él. Ven adentro, pequeña. —La rodeó con el brazo y la instó a levantarse del columpio y entrar en la casa. La guió hasta la cocina; ella se puso tensa y trató de soltarse, pero Peter no se lo permitió—. No pasa nada —la calmó, y la obligó a sentarse en una silla—. Pareces un poco impresionada. ¿Qué tienes de beber por aquí?

—En la refrigeradora hay té y jugo de naranja —contestó Lali con voz débil.

—Me refería a algo que lleve alcohol. ¿Tienes vino? — ella negó con la cabeza.

—No bebo alcohol.
A pesar de la furia que brillaba en sus ojos, Peter sonrió.

—Puritana —dijo en tono blando—. Está bien, jugo de naranja. —Cogió un vaso y lo llenó, y a continuación se lo puso a Lali en la mano—. Tómatelo entero mientras yo hago una llamada.

Ella bebió obediente, más porque le proporcionaba algo en que concentrarse que porque le provocara. Peter abrió el directorio telefónico, recorrió la primera página con el dedo y marcó el número.

—Con el sheriff Riera, por favor.
Lali levantó la cabeza, más despejada de pronto. Peter la miró fijamente, con una expresión que la desafiaba a protestar.

—Nico, soy Peter. ¿Podrías venir a casa de Mariana Martínez? Sí, es la antigua de los Cleburne. Acaba de recibir una sorpresa un tanto desagradable con el correo. Un gato muerto... Sí, también hay una de ésas.
Cuando colgó el teléfono, Lali se aclaró la garganta.

—¿A qué te refieres al decir una de ésas?

—Una carta de amenaza. ¿No la has visto?
Lali negó con la cabeza.

—No. Lo único que he visto ha sido el gato. —Un escalofrío la recorrió de arriba abajo haciendo que el vaso le temblara en la mano.
Peter empezó a abrir y cerrar puertas.

—¿Qué estás buscando? —quiso saber.

—El café. Después del azúcar para contrarrestar la impresión, necesitas una dosis de cafeína.

—Lo guardo en la despensa. En la repisa de arriba.

Peter tomó la lata y ella le indicó dónde estaban los filtros. Hizo el café con cierta competencia, para ser un hombre rico que probablemente nunca lo hacía en su casa, se dijo Lali sintiendo una ráfaga de diversión por dentro.

Una vez que el café estuvo en marcha, Peter acercó otra silla y se sentó frente a ella, tan cerca que las piernas de ambos se tocaron, las suyas por fuera de las de Lali, en un cálido abrazo. No le preguntó qué había sucedido, pues sabía que pronto se lo contaría todo al sheriff, y ella se sintió agradecida. Se limitó a quedarse sentado, prestándole su calor y el consuelo de su cercanía.

Continuará...

Capítulo 36





Hola! perdón por la desaparición de ayer :( pero esa semana se me vino cargadisima! De regalo hoy habrán tres capítulos :)
Quería agradecer a las que firman y bueno también a las que se toman su tiempo y la leen :) Un beso!! que tengan un lindo fin de semana!
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—Quisiera hablar con usted, si no tiene inconveniente. —Para inclinar la respuesta a su favor, dio un paso adelante. Emilia retrocedió, en un gesto involuntario de admisión.

—En realidad, no tengo mucho tiempo —dijo Emilia en tono de disculpa más que de impaciencia—. Voy a comer con una amiga.
Aquello resultaba creíble, a no ser que Emilia siempre se vistiera para estar en casa como si fuera a acudir a un matrimonio.

—Diez minutos —prometió Lali.
Con una expresión de desconcierto, Emilia la condujo hasta un espacioso salón y ambas tomaron asiento.

—No es mi intención mirarla tanto, pero es que usted es la hija de Gimena Espósito, ¿no es así?  Había oído decir que estaba aquí, y el parecido... Bueno, estoy segura de que ya le habrán dicho que es asombroso.
A diferencia de mucha gente, en el tono de Emilia no había censura, y Lali descubrió que aquella mujer le caía bien.

—Me lo han mencionado algunas personas —dijo secamente, con lo cual provocó en su anfitriona una leve risa que hizo que le cayera aún mejor. Sin embargo, el hecho de que le cayera bien no la desvió de su intención—. Quisiera hacerle algunas preguntas sobre Nicolás Lanzani, si me lo permite.
Las mejillas sonrosadas de colorete palidecieron un poco.

—¿Sobre Nicolás? —Le temblaron ligeramente las manos, y las entrelazó sobre el regazo—. ¿Por qué quiere preguntarme a mí?
Lali hizo una pausa.

—¿Está usted sola? —preguntó por fin, pues no deseaba que su interlocutora tuviera ningún problema si alguien podía estar escuchando la conversación.

—Pues sí. Gustavo está en Nueva York esta semana.
Aquello era una suerte en cierto sentido, y no lo era en otro, porque, dependiendo de la conversación con Emilia, tal vez quisiera hablar también con Gustavo. Respiró hondo y fue directamente al punto de la cuestión.

—¿Tenía usted una aventura con Nicolás aquel verano, antes de que se fuera?
Los ojos azules se oscurecieron de angustia, y las mejillas palidecieron aún más. Emilia la miró fijamente mientras iban transcurriendo en silencio los minutos. Lali esperó una negativa, pero en vez de eso Emilia lanzó un suspiro extrañamente suave.

—¿Cómo lo ha descubierto?

—Haciendo preguntas. —No dijo que obviamente era de conocimiento común, para que lo supiera Ed Morgan. Si Emilia quería pensar que había sido discreta, pues que tuviera aquel dudoso consuelo.

—Ésa fue la única vez que le he sido infiel a Gustavo. —La mujer desvió la mirada y se tiró nerviosamente de los pantalones.

—Estoy segura de ello —dijo Lali, porque Emilia parecía necesitar que la creyeran—. Por lo que me han dicho de Nicolás Lanzani, era un experto en seducción.
Una leve sonrisa triste, involuntaria, tocó los labios de Emilia.

—Y lo era, pero no puedo echarle la culpa a él. Yo estaba decidida a acostarme con él antes incluso de tener contacto. —Seguía haciendo movimientos nerviosos con los dedos, ahora acariciando el brazo del sillón—. Descubrí que Gustavo se entendía con su secretaria y que llevaba años haciéndolo. Me puse furiosa, qué quiere que le diga. Lo amenacé con toda clase de cosas si no la dejaba inmediatamente, y el divorcio fue la única que no suponía un daño físico. Él me rogó que no lo dejara, me juró que aquella mujer no significaba nada para él, que sólo era sexo y que no volvería a hacerlo... Ya sabe, esa clase de paparruchas. Pero lo descubrí, ni tres semanas habían pasado.

Hay que ver por qué tonterías se descubre a la gente. Una noche, al desvestirse, vi que tenía los calzoncillos vueltos del revés, con la etiqueta por este lado. La única manera en que podía llevarlos así era habiéndoselos quitado. —Sacudió la cabeza en un gesto negativo, como si no entendiera por qué no había sido más cuidadoso. Ahora las palabras fluían como un torrente de ella, como si las hubiera contenido durante doce años. — No le dije nada. Pero al día siguiente llamé a Nicolás y le pedí que se encontrara conmigo en la casa de verano que tenía él junto al lago. Gustavo y yo, y algunos amigos más, habíamos estado allí haciendo parrillas y meriendas, así que conocía el sitio.
¡Otra vez la casa de verano!, pensó Lali irónicamente. Entre padre e hijo, las sábanas de aquellos dos dormitorios debieron de estar siempre calientes.

—¿Por qué eligió a Nicolás? —inquirió.
Emilia la miró con sorpresa.

—Bueno, no iba a elegir a alguien repulsivo, ¿no? —explicó—. Si iba a tener una aventura, por lo menos quería que fuera con alguien que supiera lo que hacía, y a juzgar por la reputación que tenía Nicolás, me pareció que él cumplía los requisitos. Además, Nicolás era seguro. Tenía la intención de decirle a Gustavo lo que había hecho, porque, ¿de qué sirve la venganza si nadie se entera de ella?, y Nicolás era lo bastante poderoso para que Gustavo no pudiera hacerle nada, si es que descubría su identidad. Por lo menos, yo pretendía mantener eso en secreto.  Así que me encontré con Nicolás en la casa de verano y le dije lo que quería. Él fue muy amable, muy razonable. Trató de convencerme de que no lo hiciera, ¡imagínese! ¡Fue una herida a mi ego!

—Emilia sonrió y los ojos se le enturbiaron con los recuerdos—. Un hombre que ejercía de donjuán por todo el estado, y me rechazaba. YO siempre me he considerado atractiva, pero era evidente que él no pensaba lo mismo. Me entraron ganas de gritar. Efectivamente, lloré un poquito, y Nicolás se puso frenético. Era muy amable, un auténtico encanto con las mujeres. Las lágrimas lo ablandaban hasta convertirlo en papilla. Empezó a palmearme el hombro y explicarme que en realidad le parecía muy guapa y que le encantaría llevarme a la cama, pero que yo se lo estaba pidiendo por razones equivocadas y Gustavo era amigo suyo. Siguió hablando y hablando.

—¿Pero por fin logró convencerlo?

—Le dije: «Si no es contigo, será con otro». Él me miró con aquellos ojos oscuros que le dan a una la impresión de ahogarse en ellos, y me di cuenta de que estaba preguntándose a quién elegiría yo a continuación. Estaba preocupado por mí, pensaba que iría al Bar a buscar candidatos. Me cogió la mano, la puso en su entrepierna, y vi que estaba listo. Entonces dijo: «Ya estoy», y me llevó al dormitorio.
Se estremeció ligeramente, con la mirada perdida, retrocediendo en el tiempo. Guardó silencio, y Lali esperó pacientemente a que revolviera entre sus recuerdos.

—¿Se imagina —dijo Emilia por fin con voz suave— lo que es llevar veinte años casada, querer a tu marido y sentirte satisfecha en la cama, y de pronto descubrir que no tenías ni idea de lo que podía ser la pasión? Nicolás era... Dios, no puedo decirle lo que era Nicolás como amante. Me hizo gritar, me hizo sentir y hacer cosas que yo no hacía... Tenía la intención de que fuera sólo aquella única vez. Pero pasamos allí la tarde entera, haciendo el amor.

»No se lo dije a Gustavo. Si se lo hubiera dicho, habría puesto fin a mi venganza, y no podía hacerlo, no podía dejar de ver a Nicolás. Nos veíamos por lo menos una vez por semana, si yo podía arreglármelas. Entonces fue cuando se marchó. —Miró a Lali como calibrando el efecto de la próxima frase—. Con su madre. Cuando me enteré, me pasé una semana llorando. Y entonces se lo conté a Gustavo.

»Se puso furioso, naturalmente. Rabió y despotricó, y me amenazó con el divorcio. Yo me quedé sentada, mirándolo, sin discutir ni nada, y eso lo puso todavía más furibundo. Entonces le dije: "Deberías cerciorarte siempre de llevar los calzoncillos del derecho antes de volver a ponértelos», y frenó en seco y se me quedó mirando con la boca abierta. Sabía que había vuelto a descubrirlo. Me levanté y me fui, y él fue detrás de mí como media hora después, llorando. Por fin hicimos las paces —terminó Emilia, ya en tono más ligero—. Que yo sepa, no ha vuelto a serme infiel.

—¿Alguna vez ha sabido algo de Nicolás?
Emilia negó lentamente con la cabeza.

—Al principio tuve la esperanza, pero... no, nunca me ha escrito ni llamado. —Le temblaron los labios y miró a Lali con una expresión de angustia en el rostro—. Dios mío —susurró—, lo amaba mucho.

Otra vía muerta, pensó Lali mientras conducía de vuelta a casa. Según Emilia, su marido no supo que tenía una aventura con Nicolás hasta después de que éste hubiera desaparecido, lo cual dejaba a Gustavo fuera de toda sospecha. Emilia había sido demasiado franca, demasiado inconsciente siquiera de la posibilidad de que Nicolás hubiera sido asesinado o de que podía haber alguna mínima razón por la que no debía desahogarse con Lali. En cambio, terminó aferrada a las manos de Lali mientras lloraba por un hombre al que no había visto en doce años pero con el que había compartido un verano de pasión.
Finalmente había recuperado su aplomo, avergonzada y confusa.

—Dios mío, fíjese en la hora que es... Voy a llegar tarde. No sé por qué... Quiero decir, usted es una desconocida... Y yo, llorándole de esta manera, sin parar de hablar... oh, cielo santo. —Esto último lo dijo al darse cuenta de todo lo que le había contado a aquella desconocida. Miró a Lali con consternación y horror.

Lali, sintiendo el impulso de consolarla, le había tocado el hombro y le había dicho:
—Necesitaba hablar de ello. Lo entiendo, y le juro que lo guardaré en secreto.
Tras unos segundos de tensión, Emilia se relajó.

—Le creo. No sé por qué, pero le creo.

De modo que ahora a Lali no le quedaban sospechosos ni pistas, y no porque antes tuviera algo concreto por donde empezar. Lo único que tenía eran preguntas, y sus preguntas estaban molestando a alguien. La prueba se encontraba en la nota que había encontrado aquella mañana. No sabía si aquel papel sería indicativo de una conciencia culpable. Tampoco sabía qué más hacer, excepto seguir formulando preguntas. Tarde o temprano alguien sentiría el aguijón de reaccionar.
Si lograse mantenerse lo bastante ocupada, a lo mejor no pensaría en Peter.

Continuará...

miércoles, 27 de junio de 2012

Capítulo 35






Hola! que les pareció el capitulón de ayer? Cada vez se nos van a venir más momentos Laliter! jijij Espero que disfruten el de hoy :) Besos.
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Tampoco había nada que decir. Tal vez no hubiera sido ella exactamente la que había prendido la llama, pero desde luego había sido quien avivó el fuego acariciándolo desde un primer instante. Si aquello había llegado más lejos de lo que ella quería, la culpa era solamente suya.

Por fin se levantó del suelo con movimientos rígidos. Tenía la falda desgarrada y una media corrida. Se volteó dándole la espalda, sólo para verse atrapada de nuevo, esa vez por un puñado de tela de la falda.

—Te llevaré a casa —dijo Peter—. Deja que vaya a buscar el caballo.

—Gracias, pero prefiero caminar —replicó Lali con la misma rigidez en la voz que en el resto del cuerpo.

—No te he preguntado qué prefieres. He dicho que voy a llevarte a casa. No deberías andar sola por el bosque. —Como no se fiaba de que ella se quedase allí si la soltaba, empezó a arrastrarla tras de sí.

—Me he pasado más de la mitad de mi vida andando sola por ahí —masculló Lali.

—Puede ser, pero ahora no vas a hacerlo. —Le dirigió de reojo una mirada breve, dura—. Esta finca es mía, y las normas las dicto yo.

Continuaba agarrándole la falda, de modo que Lali se vio obligada a seguirle el paso o destrozar la prenda. Dejaron atrás el garaje para botes y rodearon el pantano, una distancia de unos cien metros, hasta llegar a donde Peter había dejado al semental para que pudiera pastar. A un silbido suyo, el enorme animal de color marrón oscuro empezó a moverse hacia él. Para consternación de Lali, no había ninguna silla de montar a la vista.

—¿Montas a pelo? —preguntó nerviosa.
Los Ojos de Peter chispearon.

—No dejaré que te caigas.
Lali no sabía mucho de caballos, ya que nunca se había subido a ninguno, pero sí sabía que los sementales eran animales díscolos, difíciles de controlar. Hizo ademán de retroceder cuando el caballo se les acercó, pero la mano de Peter en su falda la obligó a permanecer a su costado.

—No tengas miedo. Es el semental de mejor carácter que he visto nunca, de lo contrario no lo montaría sin silla. —El caballo llegó hasta su alcance y lo agarró de la correa al tiempo que le susurraba un elogio junto a las rectas orejas.

—Nunca he montado a caballo —reconoció Lali contemplando la gran cabeza que se inclinaba hacia ella. Unos labios aterciopelados le rozaron el brazo al tiempo que unas enormes fosas nasales la olfateaban para aprehender su olor. Titubeante, levantó la mano y acarició al caballo por encima del morro.

—Entonces tu estreno va a ser con un pura sangre —dijo Peter, y la levantó hasta el ancho lomo. Ella se aferró de las gruesas crines, alarmada por la altura a la que se encontraba, mientras que la plataforma viviente que tenía debajo no dejaba de moverse.
Peter tomó las riendas, agarró dos puñados de crines y montó detrás de Lali. El semental se agitó ligeramente al sentir el aumento de peso, lo cual hizo que Lali contuviera la respiración, pero la mano de Peter y el sonido de su voz lo tranquilizaron de inmediato.

—¿Dónde has dejado el auto? —inquirió.

—En la última curva antes de llegar a la cabaña —contestó Lali, y aquéllas fueron las únicas palabras que se dijeron durante el paseo a caballo.

Peter guió el semental a través de los árboles, evitando las ramas bajas y obligándolo a rodear los obstáculos. Lali aguantó, plenamente consciente del pecho desnudo de Peter contra su espalda y del modo en que sus nalgas iban encajadas en la entrepierna de él. Los fuertes muslos de Peter le abrazaban las caderas, y sintió que se tensaban y relajaban para guiar al caballo. Llegaron a la carretera demasiado pronto, pero en cierto sentido el paseo duró una pequeña eternidad.

Peter tiró de las riendas al llegar junto al auto de Lali y saltó al suelo, luego extendió los brazos para tomar a Lali por las axilas y bajarla del caballo. Alarmada de pronto por la posibilidad de que hubiera perdido las llaves en la riña, se palpó el bolsillo, y oyó el tranquilizador tintineo.
No quería mirar a Peter, así que sacó las llaves y se volvió de espaldas para abrir el auto.

—Lali.
Ella vaciló un instante, luego hizo girar la llave en la cerradura y abrió la puerta. Peter dio un paso adelante y la expresión que vio en sus ojos hizo que diera las gracias por tener la puerta del auto como separación entre los dos.

—No vuelvas a pisar mi propiedad —dijo él en tono calmado—. Si vuelvo a verte en tierras de los Lanzani, te voy a fastidiar como te mereces.

                                *             *             *

Al día siguiente, Lali encontró la nota dentro del auto, en el asiento del conductor. Vio el papel doblado y lo cogió, preguntándose qué se le habría caído. Cuando lo desdobló, vio el texto siguiente escrito en letras mayúsculas:
“NO HAGAS MÁS PREGUNTAS ACERCA DE NICOLÁS LANZANI CIERRA LA BOCA SI SABES LO QUE TE CONVIENE “

Se apoyó contra el auto mientras una brisa ligera agitaba el papel en su mano. No había cerrado el auto con llave al llegar a casa, de modo que no tenía que preguntarse cómo había llegado hasta allí la nota. Se quedó mirando el papel, volvió a leerlo y se preguntó si la estaban amenazando o si el que había escrito aquello simplemente había utilizado una frase familiar. Cierra la boca si sabes lo que te conviene. Había oído variaciones de aquello mismo cientos de veces, y sólo cambiaba el orden. La nota podía ser o no una amenaza; probablemente sería más bien una advertencia. Había alguien a quien no le gustaba que anduviera preguntando por Nicolás.

No había sido Peter. No era propio de él, él manifestaba sus amenazas en persona, y las dejaba bien claras. La última de ellas todavía la hacía temblar. ¿Quién más podría haberse molestado por las preguntas que hacía? Había dos posibilidades: alguien que tuviera algo que ocultar o alguien que buscara el favor de Peter.

Precisamente se dirigía a la ciudad para llevar a cabo otra misión de investigación, esta vez para intentar hablar con Emilia Attias, de modo que había una cierta ironía en lo oportuno de la aparición de la nota. Tras reflexionar un momento, decidió que iba a intentarlo de todas maneras. Si el que la había escrito quería que se tomase la amenaza en serio, tendría que ser más específico.

Con todo, lo primero que hizo fue guardar la nota en la guantera bajo llave, para cerciorarse de no manipular demasiado aquel papel. En sí mismo, no era algo que justificase notificarlo al sheriff, pero si recibía otra nota quería poder exhibir las dos como prueba. En cualquier caso, no estaba precisamente ansiosa por ver al sheriff; tenía un vivo recuerdo de él de pie junto a su auto patrulla, con sus gruesos brazos cruzados mientras observaba con mirada satisfecha cómo sus agentes sacaban de la cabaña las pertenencias de los Espósito. Peter tenía al sheriff Deese completamente en el bolsillo; la cuestión era si haría algo o nada incluso aunque ella recibiera una amenaza de muerte.

Una vez que la nota estuvo debidamente guardada, se fue a la ciudad. Aquella noche, en la cama, sin poder dormir, había planeado su estrategia. No iba a llamar a la señora Attias, pues eso le daría la oportunidad de rechazar la cita. Lo mejor sería tomarla por sorpresa, cara a cara, y dejar caer unas cuantas preguntas antes de que se le pasara la primera impresión. Pero no sabía dónde vivían los Attias, y la dirección que figuraba en el listín telefónico no le resultó familiar.

La primera parada fue en la biblioteca. Para desilusión suya, la parlanchina Greta DuBois no estaba detrás del mostrador; en su lugar se encontraba una rubia diminuta e insustancial que apenas parecía tener edad suficiente para haber terminado la escuela secundaria. Masticaba chicle mientras pasaba las páginas de una revista de música rock. ¿Qué le habría sucedido a aquella estereotipada bibliotecaria de cabello recogido en un moño y gafas de leer apoyadas en la nariz afilada? La rockera del chicle no representaba ninguna mejora.

Lali sabía, siendo realista, que ella misma probablemente sólo tenía cuatro o cinco años más que aquella pequeña bibliotecaria. Sin embargo, mental y emocionalmente, ni siquiera era de su misma generación. Ella nunca había sido joven en el sentido en que lo era aquella chica, y no pensaba que tuviera nada de malo. Ella había tenido responsabilidades desde muy temprana edad; recordaba que ya cocinaba cuando la sartén de hierro pesaba demasiado para ella y que tenía que subirse a una silla para remover las legumbres. Barría con una escoba que era el doble de alta que ella.

Luego tuvo que ocuparse de Torito, la mayor responsabilidad de todas. Pero cuando terminó el colegio, ya estaba preparada para la vida, a diferencia de las niñas que jamás habían hecho nada y no tenían ni idea de cómo enfrentarse a ello. Con veinticinco años, aquellas «niñas» aún volvían corriendo a sus padres para que las socorriesen.

La muchacha levantó la vista de la revista para transformar sus labios rosados de chicle en lo que pasó por ser una sonrisa profesional. Llevaba los ojos tan pintados con perfilador negro que parecían dos almendras en un pozo de polvo de carbón.

—¿En qué puedo servirla?
El tono era competente, pensó Lali con alivio. A lo mejor la muchacha simplemente estaba en el límite del maquillaje.

—¿Tienen mapas de la ciudad y de la parroquia?

—Claro. —Condujo a Lali hasta una mesa en la que había un gran globo terráqueo—. Aquí están todos los mapas y atlas. Se actualizan todos los años, así que si necesita uno más antiguo tendrá que acudir a los archivos.

—No, necesito uno actual.

—Entonces lo tiene aquí. —La chica sacó un libro enorme que fácilmente mediría un metro de largo por más de medio de ancho, pero lo manejó con facilidad al posarlo sobre la mesa—.  Tenemos que sellar los mapas con plástico y ponerlos en el libro —explicó—. Si no, los roban.
Lali sonrió y la chica se fue. Aquella solución tenía su lógica. Una cosa era plegar un mapa y metérselo en el bolsillo, pero hacer desaparecer una enorme hoja plastificada requeriría cierto ingenio.

No sabía si los Attias vivían en la ciudad o en la parroquia. Miró primero el mapa urbano pasando el dedo por la lista de calles impresa en el reverso. Bingo. Anotó las coordenadas, buscó la página y rápidamente localizó MeadowIark Drive, en una subdivisión que no existía cuando ella vivía allí. Con un nombre así, debería haberlo supuesto. Los urbanistas formaban un colectivo que carecía de imaginación. Después de memorizar cómo llegar, volvió a dejar en su sitio el libro de mapas y se fue. La bibliotecaria estaba de nuevo enfrascada en su revista y no levantó la mirada cuando Lali pasó junto al mostrador.

Con lo pequeño que era Prescott, le llevó menos de cinco minutos dar con MeadowIark Drive.
Aquella subdivisión incluía fincas de terreno vacío, en vez de solares solamente, de modo que había menos casas y estaban más separadas entre sí de lo normal. Probablemente en Prescott tampoco habría muchas personas que pudieran permitirse construir allí, pues las viviendas parecían ser de la franja de los doscientos mil dólares. En el noreste y a lo largo de la costa oeste, valdrían fácilmente un millón.

La casa de los Attias había sido diseñada al estilo de una villa mediterránea, cómodamente instalada entre enormes robles cubiertos de musgo español. Lali estacionó en la entrada y subió a pie por el sendero de ladrillos de color pardo que conducía a las dobles puertas de la vivienda. El timbre estaba disimulado entre unas volutas pero discretamente iluminado para que la gente lo viera. Lo apretó, y oyó cómo un sonido de campanas hacía eco por toda la casa.

Al cabo de unos instantes se oyó un rápido taconeo sobre el suelo de baldosas, y se abrió la mitad derecha de la puerta revelando a una mujer muy guapa de mediana edad, elegantemente ataviada con unos pantalones entallados y una túnica blanca. Tenía el cabello corto, de color rubio, peinado hacia un lado, y llevaba unos aretes de oro. En sus ojos azules oscuro se reflejó la sorpresa de reconocerla.

—Hola, soy Mariana Martínez —dijo Lali, apresurándose a corregir la horrible suposición de la otra mujer de que se trataba de Gimena—. ¿Es usted la señora Attias?
Emilia Attias asintió con la cabeza, evidentemente sin habla debido a la impresión. Seguía mirando fijamente a Lali.

Continuará...