domingo, 27 de mayo de 2012

Capítulo 14





Mil perdones por la desaparición, pero en la semana cero posibilidad de subir y ayer fue mi cumple años así que no había mucha opción jijij está bien larguito el cap! disfrútenlo!
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Dios, él no era mejor que su padre. No hacía falta más que darle a oler una mujer de la familia de los Espósito, y se ponía como un potro salvaje en celo, duro y dispuesto. Eugenia había estado a punto de morir por causa de Gimena Espósito, y allí estaba él, contemplando a la hija de Gimena con una erección temblando dentro de los pantalones.

La joven avanzó hacia él llevando un fardo de ropa. No, no venía hacia él, sino hacia la camioneta que estaba a sus espaldas. Sus ojos de gato se posaron en él por espacio de un instante con una expresión sombría y misteriosa. Se le aceleró el pulso, y aquella visión hizo trizas el tenue control de su temperamento. Los acontecimientos de aquel día se acumularon en su cabeza y atacó con una fiereza devastadora, deseando que los Espósito sufrieran tanto como había sufrido él.

—Eres basura —dijo con voz dura y profunda cuando la muchacha estuvo a su altura. Ella se detuvo, petrificada en el sitio, con el pequeño aún aferrado a sus piernas. No miró a Peter, sólo mantuvo la vista fija al frente, y el contorno nítido y puro de su rostro lo puso todavía más furioso—.
Toda tu familia es una basura. Tu madre es una puta y tu padre un borracho de mierda. Lárguense de esta ciudad y no se atrevan a volver nunca.


                                              *              *                *

Doce años después, Mariana Espósito regresó a Prescott, Luisiana. La curiosidad había sido su compañera de viaje desde Baton Rouge, y no había pensado en mucho más que no fuera su motivo para regresar. No había nada en la carretera que le resultase familiar, porque cuando vivía en Prescott rara vez se aventuraba más allá de la pequeña ciudad, de manera que carecía de recuerdos que pudieran surgir para unir el pasado con el presente, la niña con la mujer.

Pero cuando rebasó el cartel que señalaba los límites de Prescott, cuando las casas empezaron a verse más juntas entre sí formando verdaderas calles y vecindarios, cuando los bosques de altos pinos y árboles de hoja caduca dieron paso a las gasolineras y las tiendas, sintió una dolorosa tensión que empezaba a crecer en su interior. Y se intensificó cuando llegó a la plaza de la ciudad, con aquel palacio de justicia de ladrillos rojos que conservaba exactamente el mismo aspecto que ella guardaba en su memoria. Los autos seguían estacionando alrededor de la plaza, y los bancos del parque seguían estando situados uno a cada lado para que los ancianos se reunieran allí en los calurosos días del verano, buscando cobijo bajo la densa sombra de los inmensos robles que crecían en la plaza.

Naturalmente, ciertas cosas habían cambiado. Algunos de los edificios eran nuevos, mientras que habían desaparecido varios de los más viejos. Se habían colocado parterres de flores en cada rincón de la plaza, sin duda gracias a la iniciativa del Club de Señoras, en los cuales crecían pensamientos que inclinaban sus graciosas caras de color morado hacia los viandantes.

Sin embargo, en su mayor parte, todo estaba igual y las pequeñas diferencias no hacían sino resaltar lo familiar. El dolor que le oprimía el pecho aumentó hasta que apenas pudo respirar, y le temblaron las manos sobre el volante. La invadió una penetrante sensación de dulzura. El hogar.

Fue una sensación tan fuerte que tuvo que parar el automóvil y desviarse a un espacio de estacionamiento que vio delante del palacio de justicia. El corazón le latía con violencia en el pecho, y respiró hondo varias veces para tranquilizarse. No se esperaba aquello, no se esperaba sentir el efecto de unas raíces que creía cortadas hacía doce años. Aquel sentimiento la conmocionó, la estimuló vivamente. Había ido allí llevada tan sólo por la confusión, pues deseaba saber con seguridad qué había sucedido después de que los Espósito fueran expulsados a la fuerza de aquel lugar, pero aquella nueva sensación de pertenencia se superpuso a la curiosidad.

Sin embargo, ella no pertenecía a aquel lugar, se dijo. Aunque hubiera vivido allí, en realidad nunca había pertenecido a él; sólo habían tolerado su presencia. Aquellos aromas intensos y coloridos que no se parecían a los de ningún otro lugar del mundo, las imágenes que habían quedado impresas en su cerebro desde que nació, las sutiles influencias de la latitud y la longitud que reconocía cada una de las células de su cuerpo; todo ello le decía que aquél era su hogar. Allí había nacido y crecido. Sus recuerdos de Prescott eran amargos, pero aun así tiraban de ella con cuerdas invisibles que ni siquiera sabía que existieran. No había deseado aquello; sólo había querido satisfacer su curiosidad, percibir una sensación de haber puesto fin a todo ello, para poder abandonar totalmente el pasado y construir su futuro.

No había sido fácil volver. Las palabras de Peter Lanzani todavía ardían en su memoria como si las hubiera pronunciado el día anterior, y no doce años atrás. A veces pasaba días sin pensar en él, pero el dolor seguía estando en el mismo sitio; controlado, pero perenne, como un compañero constante. El hecho de haber regresado transformaba los recuerdos en algo más inmediato, y oyó en su mente la voz de Peter que le decía: «Eres basura».

Aspiró profundamente, temblorosa, e inhaló el dulce aroma de color verde tan entrelazado en los recuerdos de su infancia. Ya más calmada, examinó la plaza tranquilamente, familiarizándose de nuevo con lo que en otro tiempo había conocido tan bien como la palma de su mano.

Algunas de las antiguas tiendas que se alineaban a lo largo de las aceras se habían puesto más elegantes; la ferretería tenía ahora una fachada de piedra y madera de cedro y—una doble puerta de estilo rústico. Un McDonald's ocupaba el espacio del antiguo Dairy Dip. Habían construido una oficina bancaria nueva, y ella hubiera apostado algo a que pertenecía a los Lanzani. La gente pasaba por su lado y le dirigía miradas de curiosidad igual que se hacía en toda ciudad pequeña con los forasteros, pero nadie la reconoció. No esperaba que lo hicieran; los doce años transcurridos la habían transformado de niña en mujer, y ella misma había dejado de ser una persona desvalida para convertirse en otra capaz, y había pasado de pobre a próspera. Enfundada en su traje de chaqueta de color crema, con la cabellera pelirroja recogida en un elegante, moño y los ojos protegidos por gafas de Sol, no había nada en ella que recordase a Gimena Espósito.

Qué ironía, se dijo Lali; Gimena era culpable sin ningún género de dudas de la mayoría de las acusaciones que le hacían, pero era inocente de la única que finalmente hizo que echasen de la ciudad a los Espósito. No se había fugado con Nicolás Lanzani.

Fue la curiosidad por saber exactamente qué había hecho Nicolás lo que hizo que Lali volviera a Prescott al cabo de tantos años. ¿Se había encaprichado con una nueva novia y se había presentado un día más tarde o así, sorprendido por el revuelo que había causado? ¿Había estado de juerga, bebiendo, o quizás en una maratón de póker? Lali quería saberlo; quería vérselas cara a cara con él, mirarlo a los ojos y decirle lo que le había costado a ella su irresponsabilidad.

Contempló con mirada fija la plaza, sin verla, sumida en sus recuerdos. Su familia se había deshecho tras aquella fatídica noche. Habían llegado hasta Baton Rouge antes de detenerse a pernoctar, y habían dormido en sus vehículos: Salvador solo en la camioneta, Joaquín y Patricio en la suya, y Estefanía en su destartalado auto. Lali y Torito pasaron la noche con Estefanía, Torito dormido en el regazo de Lali.

Al mirar atrás, la mayor parte de lo que recordaba era terror y vergüenza. Algunos de sus recuerdos permanecían congelados, claros como el cristal: las luces cegadoras de los faros de los autos patrulla, aquel momento de profundo terror en el que la sacaron de la cama a rastras, la empujaron por la puerta y la arrojaron al suelo, los gritos de Torito. A veces incluso le parecía sentir las manitas del niño aferrándola, la presión terrible de su cuerpecito contra las piernas. Sin embargo, el recuerdo más nítido de todos, el que persistía en su mente con dolorosa claridad, era el de Peter mirándola con aquel desprecio paralizante.

Recordaba la desesperación con que intentó reunir sus míseras pertenencias. Recordaba el largo camino en auto a través de la oscuridad; no había sido tan largo, pero a ella le pareció que no tenía fin, cada segundo se estiraba de tal manera que un minuto tardaba horas en pasar. No recordaba haber dormido aquella noche, ni siquiera después de llegar a Baton Rouge. Había permanecido sentada despierta, con los ojos escocidos y la mirada perdida, acunando a Torito sobre las rodillas.

Poco después de amanecer, un policía los echó del parque donde se habían detenido, y la triste comitiva se había puesto de nuevo en marcha. Consiguieron llegar a Beaumont, Texas, antes de detenerse otra vez. Salvador alquiló una habitación en un motel de la peor zona de la ciudad, y los seis se apiñaron en ella. Al menos tenían un techo bajo el que cobijarse.

Una semana después, despertaron una mañana y descubrieron que Salvador se había ido, igual que se había ido Gimena, aunque él por lo menos se llevó su ropa. Patricio y Joaquín superaron la crisis gastándose en cerveza el escaso dinero que les quedaba y emborrachándose a lo bestia. No mucho después, Joaquín también se marchó.

Patricio lo intentó. Para mérito suyo, lo intentó. Sólo tenía dieciocho años, pero cuando se enfrentó de repente con la responsabilidad de cuidar de sus tres hermanos pequeños, aceptó todos los trabajos que pudo, por extraños que fueran. Estefanía colaboró trabajando en restaurantes de comida rápida, pero incluso con esa ayuda no fue suficiente. No transcurrió mucho tiempo antes de que apareciesen los asistentes sociales, y Estefanía, Lali y Torito fueron puestos bajo la custodia del estado. Patricio hizo algún que otro ruido de protesta, pero Lali vio que mayormente se sentía aliviado. No volvió a verlo.

La adopción quedaba fuera de lugar; Estefanía y Lali eran demasiado mayores, y a Torito no lo quería nadie. Lo mejor que cabía esperar era que estuvieran los tres en el mismo hogar de acogida, donde Lali pudiera cuidar del pequeño. Lo que consiguieron no fue lo mejor, pero la alternativa resultó aceptable, al menos para Lali. Estefanía fue a vivir a un hogar de acogida, y Lali y Torito a otro. Toda la responsabilidad sobre el cuidado de Torito recayó sobre sus hombros, pero como de todos modos había cuidado de él desde que nació, aquello no le supuso una carga. Ésa era la condición bajo la cual había conseguido que permanecieran juntos, de modo que trabajó con ahínco para cumplir su promesa.

Estefanía no se quedó mucho tiempo en un hogar de acogida, sino que se mudó dos veces. Lali se consideró afortunada en su caso; los Torres no tenían mucho, pero se mostraban dispuestos a compartir lo que tenían con sus hijos adoptivos. Por primera vez en su vida, Lali vio cómo vivía la gente respetable, y absorbió aquella situación como una esponja. Invariablemente, para ella constituía un placer volver del colegio y encontrarse una casa limpia en la que flotaban los aromas de la cena que estaba preparándose. Su ropa, aunque no era cara, era todo lo bonita y moderna que podían permitirse los Torres con el dinero que recibían para mantenerla. En el colegio nadie la llamaba «gentuza». Aprendió lo que era vivir en una casa en la que los adultos se amaban y respetaban entre sí, y su hambriento corazón se henchía de placer con aquella maravilla.

Torito era mimado por todos, y le compraron juguetes nuevos, aunque no tardó mucho en empezar a decaer de forma drástica. Para Lali, la dulzura que rodeó al pequeño durante el poco tiempo que le quedaba de vida hizo que lo aprovechara al máximo. Hubo una temporada en la que el niño fue feliz. La primera Navidad tras la fuga de Gimena lo volvió loco de alegría.

Permanecía horas sentado, demasiado cansado para jugar pero contento con quedarse mirando las luces parpadeantes del árbol de Navidad. Murió en enero, dulcemente mientras dormía. Lali sabía que se acercaba el momento y comenzó a pasar las noches sentada en un sillón, junto a su cama.  Algo, tal vez un cambio en la respiración del niño, la despertó. De modo que tomó la manita regordeta del pequeño en la suya propia y la sostuvo mientras sus inhalaciones iban espaciándose cada vez más hasta que por fin, dulcemente, cesaron del todo. Siguió sosteniendo su mano hasta que empezó a notar que la piel iba volviéndose más fría, y sólo entonces fue a despertar a los Torres.

Había pasado casi cuatro años enteros viviendo con los Torres. Estefanía terminó la secundaria, se casó inmediatamente y se marchó atraída por las brillantes luces de Houston. Lali estaba completamente sola, pues toda su familia verdadera se había ido. Se concentró en los estudios y no hizo caso alguno de todos los chicos que constantemente la molestaban pidiéndole salir. Había quedado demasiado insensible, demasiado traumatizada por las convulsiones que había sufrido en la vida para lanzarse a aquel mareante torbellino social de la adolescencia.

Los Torres le habían mostrado lo buenas y agradables que podían ser la estabilidad y la respetabilidad, y eso era lo que deseaba para sí misma. Y para conseguirlo, concentró todas sus energías en construir algo de las cenizas a las que había quedado reducida su vida. Tras interminables horas de estudio, obtuvo las mejores notas de la clase y ganó una beca para entrar en un pequeño centro universitario. Dejar a los Torres no resultó nada fácil, pero como el estado ya no pagaba su manutención, tenía que irse a otra parte. Aceptó dos empleos de media jornada para mantenerse mientras estudiaba, pero a Lali no le importaba el trabajo duro, pues durante buena parte de su existencia apenas había conocido otra cosa.

En su último año universitario se enamoró de un estudiante de postgrado, Pablo Martínez. Salieron durante seis meses y se casaron la semana después de que Lali se graduara. Durante un corto período de tiempo estuvo casi abrumada de felicidad, segura de que sus sueños se habían hecho realidad, después de todo. Pero el sueño no duró mucho, ni siquiera tanto como su breve matrimonio. Lali se había hecho la ilusión de establecerse, amueblar un apartamento encantador y ahorrar para el futuro, en el que se incluían los hijos, una casa bonita y dos autos. Pero no funcionó así. A pesar de las responsabilidades de su nuevo empleo, a Pablo le siguió gustando beber mucho y llevar la misma vida despreocupada que llevaba de estudiante. Una noche, aquello se llevó lo mejor de él cuando, tras salir de un bar para dirigirse a casa, su auto se salió de un puente. No hubo más vehículos implicados en el accidente, lo cual fue una bendición. Cuando se realizó la autopsia, se descubrió que el grado de alcohol de su sangre era el doble de lo permitido por la ley.

A los veintidós años, Lali se encontraba de nuevo sola. Lo pasó mal, pero se empeñó obstinadamente en reconstruir su vida. Contaba con un título universitario en administración de empresas y dinero del pequeño seguro de vida que tenía Pablo, además de lo que ganaba con su trabajo. Se trasladó a Dallas y consiguió un empleo en una agencia de viajes pequeña. Dos años después, la agencia era propiedad suya; ya había abierto una sucursal en Houston. Lali dio un salto de fe y gastó su capital en abrir otra sucursal, esta vez en Nueva Orleans. Para alegría suya, el negocio crecía poco a poco.

Había alcanzado la estabilidad económica, y era tan maravillosa como siempre había imaginado que sería, pero era consciente del doloroso vacío que había en su vida. Necesitaba también una sólida base emocional. No quería tener un romance con nadie; los dos hombres a los que se había atrevido a amar, Peter Lanzani y Pablo Martínez, le habían enseñado lo peligroso que era. Pero todavía le quedaba familia en alguna parte, y quería encontrarla.
Recordó vagamente el lugar donde vivía su abuela por parte de madre.

La había visto una sola vez en su vida, y cuando los servicios sociales intentaron ponerse en contacto con esa abuela, no lograron dar con ella. Pero los servicios sociales estaban saturados de trabajo y escasos de personal, y habían abandonado una búsqueda que era poco metódica. Lali contaba con más tiempo y más determinación. Empezó a hacer llamadas, y gracias a Dios no había tantos Accardi en la zona de Shreveport. Por fin contactó con una persona, un primo por parte de su abuelo Accardi, que sabía que Jeanette Accardi se había ido a vivir a Jackson, Misisipí, haría unos diez o doce años, justo después de que su hija mayor se presentara de nuevo.

Lali se quedó atónita. Su madre, Gimena, era la tal hija mayor. Pero Gimena se había fugado con Nicolás Lanzani. ¿Qué había sucedido para que volviese con su madre? ¿Seguía Nicolás estando con ella, o había regresado al nido, con su familia? Un gran número de años se interponían entre el momento presente y aquella horrible noche en Prescott. Que ella supiera, Nicolás podía haberlos pasado felizmente en compañía de su familia, mientras la de Lali se había desmembrado, destruido.

Llamó a Información, consiguió el número de teléfono de su abuela y llamó. Para sorpresa suya, fue Gimena quien contestó al teléfono. Incluso después de todos aquellos años, aún recordaba la voz de su madre. Sorprendida y emocionada, se identificó. La conversación entre ambas fue extraña al principio, pero por fin Lali cogió fuerzas para preguntar a Gimena lo que había ocurrido con Nicolás Lanzani.

—¿Qué le pasó? —dijo Gimena en tono aburrido—. Estefanía me contó esa absurda historia de que los dos nos habíamos fugado juntos, pero para mí era nueva. Me harté de ser el saco de boxeo de Salvador y de vivir en la miseria, y todos saben que Nicolás Lanzani no iba a hacer nada al respecto, así que me marché, fui a Shreveport y me trasladé aquí a vivir con mi madre. Tu tía Tatita vive aquí, en Jackson, de modo que, como un mes después de aquello, nos vinimos aquí también. No he visto a Nicolás Lanzani.

A Lali le costó asimilarlo todo de golpe, eran muchos los pensamientos que revoloteaban en su cabeza. Era evidente que Estefanía había encontrado a su madre, pero ninguna de las dos había hecho el menor esfuerzo por ponerse en contacto con ella. Gimena podía haber sacado a sus dos hijos más pequeños del hogar de acogida, pero no tuvo problema alguno en dejarlos allí. Lali se percató de que ni siquiera había preguntado por Torito.

Y luego estaba el misterio de Nicolás Lanzani. A lo mejor no se había ido con Gimena, pero en efecto se había marchado, por lo menos temporalmente, y con su huida había puesto en marcha los acontecimientos que habían conformado la vida de Lali. Intrigada y perpleja, Lali decidió averiguar con seguridad lo que había sucedido. A la edad de catorce años había sido literalmente arrojada en medio de la noche igual que un trozo de basura, y desde entonces vivía con aquel dolor.
Necesitaba conocer el final de la historia; quería cerrar la puerta a su pasado para poder continuar con el futuro.

Es por eso que allí estaba, sentada en el auto en la plaza del palacio de justicia de Prescott, sumida en los recuerdos y perdiendo el tiempo. No debería ser muy difícil averiguar dónde había estado Nicolás Lanzani durante lo que probablemente fue un solo día, aquel día crucial que había alterado su vida de forma total.

Lo primero, supuso, era encontrar un sitio donde pasar la noche. Había llegado a Baton Rouge en avión aquella mañana, atendió el negocio que tenía, y después alquiló un auto y vino hasta Prescott. Ya casi había anochecido, y estaba cansada. No le llevaría mucho tiempo averiguar lo que quería saber, pero no deseaba regresar conduciendo hasta Baton Rouge si podía tomar una habitación en un motel de Prescott.

Había un motel doce años atrás, pero ya entonces era ligeramente sórdido y era posible que hubiera desaparecido. Se encontraba en la parte este de la ciudad, en la carretera con dirección al motel.
Bajó la ventanilla del auto y llamó a una mujer que pasaba por la acera.

—Disculpe. ¿Hay algún motel en la ciudad?
La mujer se detuvo y se acercó al costado del auto. Tendría unos cuarenta y tantos años y le resultó vagamente familiar, pero no consiguió situarla.

—Sí —contestó, y se volvió para señalar—. Vaya hasta la esquina de la plaza y gire a la derecha.  Esta más o menos a unos tres kilómetros, en esa dirección.
Parecía tratarse del mismo motel. Lali sonrió.

—Gracias.

—De nada. —La mujer sonrió y se despidió con un movimiento de cabeza antes de regresar a la acera.

Lali salió marcha atrás y maniobró el pequeño automóvil alquilado para entrar en el pausado tráfico. Prescott no estaba más animado ahora que doce años antes. Llegó al motel en dos minutos.

Estaba en el mismo sitio, pero no era el mismo motel. Éste parecía nuevo, no debía de tener más de un par de años, y era mucho más sustancial. Seguía teniendo una sola planta, pero construida en forma de U alrededor de un patio central en el que borboteaba una fuente y crecían flores. Le faltaba una piscina, pero no le importó; la fuente era mucho más encantadora.

El empleado de recepción era un hombre cincuentón cuya placa llevaba escrito «Rubén». Se agitaron sus recuerdos, y surgió un apellido que acompañaba al nombre. Rubén Odell. Una de sus hijas estaba en la misma clase que Lali. Conversó un poco con ella mientras tomaba el número de su tarjeta de crédito y miró con curiosidad el nombre impreso en la misma, pero «Lali E. Martínez» no le sonó de nada. Lali no era un nombre común, pero probablemente ni siquiera sabía cómo se llamaba ella en aquel entonces, así que, naturalmente, no lo reconoció ahora.

—Le daré la número doce —dijo, sacando la llave de su compartimiento—. Está en la parte de atrás del patio, alejada de la carretera, así no la molestará el tráfico.

—Gracias. —Lali sonrió y se quitó las gafas de sol para firmar el recibo de la tarjeta de crédito.
El empleado parpadeó al ver su sonrisa, y su expresión se hizo ligerísimamente más cálida.

Estacionó el auto en la parte posterior del patio, enfrente de la habitación número doce. Al abrir la puerta se vio agradablemente sorprendida. La habitación era más grande que la mayoría de las habitaciones de motel, con un sillón y una mesita de centro junto a la puerta y una cama enorme al fondo. El tocador era alargado, con el televisor en un extremo y una zona escritorio en el lado más cercano al cuarto de baño. El ropero era suficiente, el lavabo empotrado de la zona del tocador lucía dos cubetas y era lo bastante grande para que lo ocupasen dos personas sin chocar continuamente la una con la otra. Miró el interior del cuarto de baño esperando ver la bañera típica, pero en lugar de ella había una generosa ducha de mampara corredera. Como ella nunca usaba la bañera, se alegró de tener una habitación adicional para el baño. Teniéndolo todo en cuenta, aquel pequeño motel estaba por encima de la media.

Sacó del equipaje las cosas del neceser y la única muda de ropa que había traído, y seguidamente se puso a trazar el plan de acción. No debería suponer un gran problema averiguar lo que quería saber, mientras nadie la reconociera como una Espósito. Las ciudades pequeñas podían tener una memoria prodigiosa, y la ciudad de Prescott había pertenecido a los Lanzani en cuerpo y alma, así como la mayor parte de sus edificios.

Probablemente, la manera más fácil y más rápida sería ir a la biblioteca y examinar los periódicos antiguos. Los Lanzani aparecían constantemente en las noticias, de modo que si Nicolás Lanzani había regresado de su pequeña correría y reanudado sus negocios como de costumbre, no haría falta repasar muchas ediciones para que saltara su nombre a la vista.

Consultó su reloj y vio que probablemente no tendría más de una hora para hacer lo que había venido a hacer; por lo que recordaba de la pequeña biblioteca, cerraba a eso de las seis en verano, y en una ciudad del tamaño de Prescott no era fácil que aquello hubiera cambiado. Tenía hambre, pero lo primero era lo primero. El estómago podía esperar; la biblioteca, no.

Resultaba curioso ver cuán selectiva podía ser la memoria; nunca había estado en el motel cuando vivía allí, y con frecuencia había acudido a la biblioteca, siempre que tenía una oportunidad, pero se había acordado de la situación del motel y en cambio no tenía ni idea de dónde se encontraba la biblioteca. Extrajo la pequeña guía telefónica del tocador y buscó la dirección, y al cabo de un momento recordó la localización de la biblioteca. Cogió el bolso y las llaves, se subió al auto y regresó al centro de Prescott.

Antes la biblioteca estaba situada detrás de la oficina de correos, pero cuando llegó allí descubrió con desencanto que el edificio había desaparecido. Miró a su alrededor y exhaló un suspiro de alivio. Un cartel prominente enfrente del edificio nuevo contiguo a la oficina de correos proclamaba que era la Biblioteca de Prescott. Los constructores habían olvidado las líneas lisas de la arquitectura moderna y habían preferido un estilo de antes de la guerra, un edificio de ladrillo rojo de dos plantas con cuatro columnas en la fachada y grandes cristales con contraventanas. Había abundante espacio para aparcar, probablemente más del que se necesitaba, ya que tan sólo había tres vehículos estacionados. Lali aumentó el total a cuatro al situar el suyo enfrente. Corrió hacia las dobles puertas del edificio. El cartel colocado en la de la izquierda le indicó que estaba en lo cierto respecto del horario: de nueve a seis.

La bibliotecaria era una mujer pequeña y regordeta, muy locuaz, que no le resultaba familiar en absoluto. Se acercó al mostrador y preguntó dónde estaban los archivos de los periódicos antiguos.

—Aquí mismo —contestó la mujer, saliendo de detrás del mostrador—. Ya está todo microfilmado, por supuesto. ¿Busca usted alguna fecha en particular? Voy a enseñarle dónde están las microfichas y cómo funciona el escáner.

—Se lo agradezco —dijo Lali—. Quiero empezar con los de hace unos diez años, pero puede que tenga que remontarme un poco más incluso.

—No hay ningún problema. Lo hubiera habido hasta hace un par de años, pero el señor Lanzani insistió en que se microfilmara todo cuando nos trasladamos a este edificio. Puede creerme, el sistema estaba de lo más anticuado; ahora es mucho más fácil.

—¿El señor Lanzani? —preguntó Lali manteniendo un tono natural a pesar del vuelco que le había dado el corazón. Así que, en efecto, Nicolás había vuelto.

—Peter Lanzani —repuso la bibliotecaria—. La familia prácticamente es la dueña de esta ciudad, de la parroquia entera, ya puestos. Pero es un hombre de lo más agradable. —Hizo una pausa—. ¿Es usted de por aquí?

—Lo era, hace mucho tiempo —respondió Lali—. Mi familia se mudó a otra ciudad cuando yo era muy pequeña. Se me ha ocurrido examinar las esquelas viejas, por si veo las de algunos primos de mis padres. Con los años les perdimos la pista, pero he empezado a trabajar en un árbol genealógico de la familia y siento curiosidad por saber qué fue de ellos.

Para ser una explicación improvisada, no estaba mal. La gente que intentaba buscar la pista de su árbol genealógico siempre echaba mano de las hemerotecas, por lo menos según lo que había visto ella. A juzgar por lo que había aprendido al escucharlos hablar e intercambiar historias de extensa labor detectivesca que finalmente descubría el paradero de la tatarabuela Ruby por la parte materna de la familia, dicha búsqueda podía convertirse en una adicción.
Había dado en el clavo, porque la bibliotecaria le obsequió una ancha sonrisa.

—Buena suerte, querida, espero que los encuentre. Me llamo Greta DuBois. Llámeme si necesita ayuda. Aunque cerramos a las seis, y eso es dentro de menos de una hora.

—No tardaré mucho —dijo Lali mientras buscaba en su memoria una familia DuBois. No le vino ninguna a la mente, así que tal vez habían venido a vivir a aquella zona después de que la familia Espósito se marchara de modo tan ignominioso.

Una vez que se quedó a solas, se puso a buscar rápidamente en los archivos, recorriendo una página tras otra del Prescott Weekly, comenzando por la fecha en la que fueron expulsados de la parroquia. Halló varias menciones de Peter, y aunque trató de ignorarlas se dio cuenta de que no podía. A pesar de que aquella noche, tanto tiempo atrás, la había curado de su tonto enamoramiento, jamás había logrado olvidarlo; su imagen permanecía en su memoria como una herida sin cerrar que la importunaba de vez en cuando.

Se rindió impotente a la presión de aquella cuña mental y repasó las páginas en las que había visto el nombre de Peter. El semanario jamás publicaba nada despectivo ni escandaloso acerca de los Lanzani —eso quedaba para los periódicos de Baton Rouge y de Nueva Orleans—, pero las normales idas y venidas de la familia siempre aparecían puntualmente señaladas para las mentes inquisitivas que desearan conocerlas, que eran la mayoría de los parroquianos. Los dos primeros artículos eran simples menciones de que Peter había asistido a tal y cual acto. El tercer artículo se encontraba en la sección de negocios, y Lali, atónita, tuvo que leerlo dos veces para poder asimilar su contenido.

Nadie más habría visto nada alarmante, ni siquiera insólito, en la frase: «... Juan Pedro Lanzani, que ha asumido el control financiero de las empresas de la familia, votó en contra de la medida de ... » Asumido el control de las empresas de la familia. ¿Por qué habría hecho tal cosa? Nicolás estaría aún al frente de sus negocios ya que, al fin y al cabo, todo le pertenecía a él. Lali se fijó en la fecha del semanario; 5 de agosto, ni tres semanas después de la fuga de Gimena. ¿Qué habría sucedido?

Desconectó la máquina de visualizar los microfilmes y se reclinó en la silla contemplando fijamente la pantalla en blanco. Había regresado a Prescott sólo para atar y cerrar algunos cabos sueltos de su vida, y ahora descubría que las cosas habían continuado igual que antes. Nadie habría echado en falta a los Espósito; su ausencia habría sido advertida con alivio y después olvidada, pero Lali no había podido olvidar. Había imaginado que cuando viera otra vez Prescott, cuando viera que nadie los había echado de menos, que ni siquiera los recordaban, ella podría a su vez olvidarse de aquella ciudad. Si se tropezaba con Peter Lanzani, mucho mejor. Jamás había culpado a Peter de lo que le había hecho; había visto el dolor pintado en su rostro, había oído su voz. Pero Nicolás... Sí, a él sí lo culpaba, y también a Gimena. Aunque no hubieran huido juntos, Gimena había abandonado a sus hijos y la irresponsabilidad de Nicolás había causado un gran sufrimiento.

Pero Peter se había hecho cargo de los negocios de la familia. En lugar de atar todos los cabos sueltos, Lali había descubierto uno más: ¿Por qué había asumido Peter el mando?

Se levantó y fue en busca de Greta DuBois. El mostrador principal estaba desierto, y el resto de la biblioteca también parecía estarlo.

—¿Señora DuBois? —llamó, y el sonido fue absorbido y amortiguado por las hileras de libros. Sin embargo, Greta la había oído, porque se oyó el crujido de sus zapatos de suelas de goma sobre las baldosas.

—Voy —dijo Greta en tono alegre, emergiendo de detrás de la sección de libros de consulta—.
¿Ha encontrado lo que necesitaba?

—Sí, gracias. Sin embargo, he visto otra cosa que me ha desconcertado. Se trata de un artículo muy pequeño, pero decía que Peter Lanzani había asumido el control de los negocios de la familia.
Esto sucedió hace doce años, y me resulta extraño, ya que por aquel entonces Peter no debía de tener más de veintipocos años...

—Pues sí. Debió usted de marcharse antes del gran escándalo, o tal vez fuese demasiado joven para prestar demasiada atención a esa clase de cosas. Nosotros nos trasladamos aquí hace once años, y todavía era un tema de conversación, créame.

—¿Qué escándalo? —Lali se puso tensa y su perplejidad se transformó en alarma. Allí pasaba algo malo.

—Verá, cuando Nicolás Lanzani se fugó con su amante. Yo no sé quién era, pero todo el mundo dice que no era más que una fulana. Debió de perder totalmente la cabeza, eso es lo único que se me ocurre, para abandonar así a su familia y la fortuna que poseía.

—¿No regresó nunca? —Lali no podía ocultar su sorpresa, pero Greta no vio nada anormal en aquella reacción.

—Desde entonces nadie le vio ni un pelo de la cabeza. Cuando se fue, se fue. Hay quien dice que su esposa bastaba para espantar a cualquier hombre, pero yo no puedo decirlo con seguridad, porque jamás la conocí. La gente dice que desde el día en que su marido la abandonó no ha salido de casa. Ni siquiera se molestó en ponerse en contacto con ella ni con sus hijos.
Lali estaba alucinada. Nicolás Lanzani adoraba a sus hijos; con independencia de sus sentimientos hacia su esposa, jamás había existido la menor duda acerca de lo mucho que quería a Peter y Eugenia.

—Supongo que la señora Lanzani se divorciaría de él —quiso saber, pero Greta negó con la cabeza.

—No lo ha hecho. Me imagino que no quería que él se casara de nuevo, si es que tenía la intención de hacerlo. Sea como sea, con lo joven que era el señor Peter, se puso en el lugar de su padre y se encargó de todo como si el señor Lanzani siguiera estando allí. Probablemente mejor, a juzgar por lo que dicen.

—Yo era demasiado pequeña para acordarme mucho de él —mintió Lali—. Sí recuerdo que era una especie de héroe local, que jugaba al Rugby en la universidad, cosas así.

—Bueno, querida, deje que le diga que las cosas no han cambiado mucho —dijo Greta, y se abanicó con la mano—. Por Dios, ese hombre es un bombón, se lo puedo asegurar. Me pone el corazón a cien por hora, ¡y eso que le llevo varios años y estoy a punto de ser abuela! —Se sonrojó, pero lanzó una carcajada con sorprendente falta de pudor—. A lo mejor son esos ojos tan seductores, que están diciendo: «ven a la cama», o puede que sea el pelo. ¡0 podría ser ese culito que tiene! —Suspiró con ensoñación—. Es un sinvergüenza, pero ¿qué más da?

—¿Sabe que usted se muere por él? —bromeó Lali.

—Querida, todas las mujeres de esta ciudad se mueren por él, y sí, él lo sabe, el muy pícaro.—Greta soltó otra carcajada impúdica—. Mi marido se burla de mí diciendo que va hacer abdominales para poder competir con él.

Lali se sorprendió a sí misma cautiva de su imaginación, y se sacudió para liberarse. Lo que le estaban diciendo resultaba sorprendente, y necesitaba estar a solas para reflexionar sobre ello.
Consultó su reloj.

—Casi es hora de cerrar, así que más vale que me vaya. Gracias por su ayuda, señora DuBois. Ha sido un placer conocerla.

—Lo mismo digo. —Greta hizo una pausa—. Lo siento, no me he quedado con su nombre.
Porque no lo había dicho, pero Lali no vio motivo para ocultarlo.

—Soy Lali Martínez.

—Bien, encantada de conocerla, Lali. Es un nombre muy bonito y fuera de lo común.

—Sí, supongo que sí. —Lali volvió a mirar el reloj—. Adiós. Y gracias otra vez por su ayuda.

—Cuando quiera estoy a su disposición.


Lali regresó al motel, pero antes se detuvo en un McDonald's.  No le gustaba mucho la comida rápida, pero no quería ir a un restaurante donde pudieran reconocerla, de modo que se conformó. Se comió la mitad y tiró el resto a la basura, demasiado alterada para tener apetito.
Nicolás Lanzani había desaparecido. Pero si no se había fugado con Gimena, ¿qué le había sucedido?

Lali se tumbó en la cama y contempló fijamente el techo, tratando de ordenar los hechos. Nicolás no habría abandonado su casa, su familia y su fortuna sin tener una razón. Todo el mundo pensó que Gimena era una razón, pero Lali sabía que no. Y aunque simplemente se hubiera hartado de su matrimonio, ¿por qué no pidió el divorcio? Los Lanzani eran católicos, pero el divorcio no constituía un problema a menos que quisiera volver a casarse. Pero es que nunca dio la impresión de no ser feliz; ¿por qué no habría de serlo? Su mundo era tal como él lo quería. A Lali no se le ocurría ninguna razón por la cual irse de forma tan brusca, sin decir palabra, y no ponerse jamás en contacto con su familia.
A no ser que estuviera muerto.

Aquella posibilidad —no, más bien probabilidad— resultaba asombrosa. Lali experimentó una sensación casi de malestar mientras iba sopesando y descartando situaciones posibles. A lo mejor Nicolás se había ido para estar fuera sólo un par de días y de pronto se puso enfermo, y quizá tuvo un accidente; pero si cualquiera de aquellas posibilidades se hubiera dado, lo habrían encontrado e identificado, se habría comunicado el hecho a su familia. Pero eso no había ocurrido. Nicolás Lanzani había desaparecido la misma noche en que huyó su madre.

Cielo santo, ¿lo habría matado Gimena? Lali se incorporó en la cama y se pasó las manos por el pelo, aturdida. No podía descartar aquella idea, aun cuando no se imaginaba a su madre haciendo algo semejante. Gimena tenía la moral de un gato callejero, pero no era, no había sido nunca, una persona violenta.

¿Salvador, entonces? Eso le parecía más factible. Si creía que podía salir bien parado, Salvador era capaz de cualquier cosa. Pero recordaba muy bien aquella noche; Salvador había llegado a casa tambaleándose alrededor de las nueve, y enseguida se había derrumbado y puesto a maldecir porque Gimena no estaba allí. Poco después llegaron Joaquín y Patricio, también borrachos. ¿Podría ser que alguno de los dos hubiera matado a Nicolás, o tal vez los dos juntos? Pero nada parecía fuera de lo ordinario, y Lali habría jurado que ellos se sorprendieron tanto como ella de que Gimena no hubiese vuelto a casa. Más que eso, simplemente no les importaba lo más mínimo que su madre se acostara con Nicolás; y ya puestos, tampoco le importaba a Salvador.

¿Quién más podía ser? Quizá la señora Lanzani. A lo mejor Ornella había matado a su marido porque estaba cansada de sus infidelidades, aunque según todas las noticias le era infiel desde el comienzo de su matrimonio y a ella no pareció importarle nunca, incluso se sentía agradecida. Su lío con Gimena duró años; ¿por qué iba a oponerse a él de repente? No, Lali dudaba que Ornella se preocupara siquiera de regañarlo, y mucho menos de complicarse la vida con un asesinato.
Sólo quedaba una persona: Peter.

Hizo un esfuerzo por rechazar aquella idea. No podía haber sido Peter. Se acordaba de la expresión de su cara al entrar en la cabaña aquella mañana y cuando regresó aquella aciaga noche.  Se acordaba de su furia, de su odio implacable. Peter creía que su padre se había fugado con Gimena, y estaba furibundo.

Pero Peter era quien más tenía que ganar con la muerte de su padre. Al desaparecer Nicolás, él había tomado las riendas de la fortuna de los Lanzani y se había hecho todavía más rico, según lo que había comentado la bibliotecaria. Desde que nació había sido preparado para ocupar algún día el puesto de su padre. ¿Se habría cansado de esperar, y habría quitado a Nicolás de en medio?

Los pensamientos corrían por su mente igual que una ardilla encerrada en una jaula que se golpeara contra los barrotes. En aquel momento la puerta de la habitación sonó a causa de una serie de golpes fuertes que hicieron sobresaltarse a Lali, sorprendida pero no alarmada. ¿Por qué iba a llamar nadie a su habitación? Nadie sabía dónde estaba, de modo que no podía ser un mensaje de la oficina. Se levantó y fue hasta la puerta, pero no la abrió. Reparó en que tampoco había mirilla.

—¿Quién es?

—Peter Lanzani.

El corazón casi dejó de latirle. Habían transcurrido doce años desde que oyó por última vez aquella voz grave, profunda, pero sintió que le fallaban las fuerzas al oírla de nuevo, la emoción mezclada con el miedo. Él la había herido más gravemente que ninguna otra persona en su vida, pero todavía tenía el poder de electrizar cada célula de su cuerpo con nada más que su voz. El solo hecho de oírlo otra vez la hizo sentirse como la niña que era a los catorce años, temblorosa y agitada por su proximidad. Y siempre, siempre, estaba aquel desagradable contrapeso que tiraba de ella en la dirección contraria: el vivo recuerdo de Peter diciendo: «Eres basura» jamás había conseguido encontrar el equilibrio en lo que a Peter se refería, jamás había conseguido olvidarlo, mezcla de sueño y pesadilla.

Lo oportuno de su llegada le puso la carne de gallina. ¿Lo habría convocado ella con sus pensamientos? Llevaba allí de pie tanto tiempo que la puerta sonó de nuevo bajo el impacto del puño de Peter.

—Abre. —En su tono se percibía la implacable autoridad de alguien que esperaba ser obedecido de inmediato, y que tenía la intención de encargarse de que así fuera.

Con cautela, Lali soltó la cadena de la puerta y abrió. Alzó la vista hacia el hombre al que no había visto en una docena de años. No importó; no importaba cuánto tiempo hubiera pasado, ella lo habría reconocido de todas formas. Él permaneció en el pasillo, sin dignarse a entrar, y el impacto de su presencia física dejó a Lali sin aliento.

Era más grande de lo que recordaba.  Seguía teniendo delgadas la cintura y las caderas, pero se había ensanchado de pecho y hombros, había adquirido la dura solidez de un hombre adulto. Y era sin ningún género de dudas un hombre, hacía mucho que había perdido todo rasgo juvenil. Su rostro era más magro, más fuerte, más duro, con surcos que enmarcaban su boca y arrugas de madurez en los ojos. Estaba contemplando la cara de un pirata, y comprendió por qué Greta DuBois temblaba ante la sola mención de su nombre. Cuando tenía veintidós años era impresionante; a los treinta y cuatro era peligroso, un pirata de carácter y de aspecto. El hecho de mirarlo le provocó calor y temblor a un tiempo, el corazón de repente empezó a latirle con tal fuerza que se preguntó si él llegaría a oírlo. Reconocía los síntomas, y odió encontrarse en aquel estado. Dios, ¿es que estaba condenada a pasarse la vida entera desfalleciendo al ver u oír a Peter Lanzani? ¿Por qué no podía superar aquel residuo de reacción infantil?

Por encima de la fina línea de la nariz, los pecaminosos ojos de Peter seguían siendo fríos e implacables.
El sensual contorno de su boca se curvó al bajar la vista para mirarla a ella.

—Lali Espósito —dijo—. Rubén tenía razón; eres exacta a tu madre.

Pero si él había cambiado, ella también. Lali había adquirido seguridad en sí misma a base de esfuerzo. Le obsequió una sonrisa fría y ligera y respondió:
—Gracias.

—No es un cumplido. No sé por qué estás aquí, y no importa. Este motel es propiedad mía, y tú no eres bienvenida, de modo que tienes media hora para recoger tus cosas y marcharte. —Esbozó una sonrisa lobuna que en realidad no era una sonrisa—. ¿O tengo que llamar al sheriff de nuevo para librarme de ti?

El recuerdo de aquella noche flotó entre ambos, con tal fuerza que casi era tangible. Por un instante Lali vio otra vez los faros, experimentó la confusión y el terror de entonces, pero se negó a permitir que él le provocara el pánico. En vez de eso, se encogió de hombros con gesto elegante, le dio la espalda y fue hasta la zona del baño, donde recogió eficientemente sus artículos de tocador, los metió en su bolso de viaje y descolgó la única muda de ropa de la percha. Plenamente consciente de aquellos ojos que le taladraban la espalda, dobló la ropa sobre el brazo, se deslizó en sus zapatos, cogió su bolso y pasó presurosa al lado de Peter sin alterar en ningún momento la expresión serena de su rostro.
Cuando arrancó el auto y se alejó del motel, rumbo a Baton Rouge, Peter aún seguía de pie junto a la puerta de la habitación, mirándola fijamente.

¡Lali Espósito! ¿Qué tal eso como una ráfaga procedente del pasado? Peter se quedó mirando las luces traseras del auto hasta que se perdieron de vista. Cuando Rubén lo llamó para decirle que acababa de llegar al motel una mujer que era la viva imagen de Gimena Espósito y que se había registrado con el nombre de Lali E. Martínez, no le cupo ninguna duda acerca de su identidad. ¡Así que un miembro de los Espósito por fin había tenido el valor de regresar a Prescott! No le sorprendió que fuera Lali; ella siempre había tenido más agallas que el resto de su familia junto.
Lo cual no significaba que él fuera a dejarla quedarse.

Se dirigió hacia la habitación iluminada que ella había abandonado con tan pocos aspavientos.
Sin ningún aspaviento, maldita fuera. Si quería una pelea, ella desde luego no le dio el capricho. Ni siquiera había pedido que le devolvieran el dinero a su tarjeta de crédito. Sin pestañear siquiera, había recogido sus cosas y se había ido. No había tardado ni un minuto; demonios, ni treinta segundos.

Se había ido, y a excepción de la colcha arrugada de la cama, la habitación estaba tan inmaculada como si jamás hubiera estado allí, pero su presencia aún persistía en el ambiente. Era un aroma dulce, ligeramente almizclado, que flotaba en el aire y que anulaba el olor a rancio que era endémico de todas las habitaciones de motel. Peter sintió cómo se le aceleraba la sangre en una reacción instintiva. Era el olor a mujer, universal en ciertos aspectos, exclusivo de ella en otros. Se adentró un poco más en la habitación, atraído por aquel esquivo aroma, agitando las aletas de la nariz.

Lali Espósito. El solo hecho de oír aquel nombre le había traído de nuevo a la memoria aquella noche, y había vuelto a verla, menuda y silenciosa, con aquella cabellera castaña oscuro que le caía sobre los hombros y aquel cuerpo esbelto cuya silueta se recortaba tras la fina tela del camisón, arrojando un sensual hechizo sobre los agentes y sobre él mismo. En aquella época no era más que una niña, por el amor de Dios, pero ya entonces poseía el aura de sensualidad de su madre.

Cuando ella abrió la puerta de la habitación y él la vio de nuevo, se quedó estupefacto. Se parecía tanto a Gimena que sintió deseos de estrangularla, pero al mismo tiempo resultaba imposible confundirla con su madre. Lali era un poco más fina, más delgada que voluptuosa, aunque se había rellenado muy bien en los doce años que habían transcurrido desde la última vez que la vio. Su color era el mismo que el de Gimena: la melena castaña, la boca carnosa y la piel traslúcida. Pero lo que lo había puesto furioso era aquella sensualidad carente de todo esfuerzo y la reacción involuntaria que había sufrido él. No era nada que ella hubiera dicho o hecho, ni siquiera lo que llevaba puesto, que era un elegante traje de chaqueta. ¡Una Espósito vistiendo de traje, por Dios! No, se trataba de algo intrínseco de su ser, algo que también poseía Gimena. La hija mayor —no recordaba su nombre— no tenía aquel potente atractivo; era fácil y rápida, no sexy. Lali era sexy. No tan descaradamente como Gimena, pero con la misma intensidad. Al clavar la mirada en aquellos ojos de gato pensó en la cama que había detrás, pensó en sábanas revueltas y piel ardiente, en tenerla desnuda debajo de él y sentir cómo sus muslos le envolvían las caderas mientras él encontraba la blanda abertura que había entre sus piernas y empujaba al interior...
Peter rompió a sudar y soltó un juramento en voz alta en medio de la habitación vacía.

¡Maldición, no era mejor que su padre! Sólo un fugaz olor y estaba dispuesto a olvidarse de todo en su afán por acostarse con una de las Espósito. No, no a todas las mujeres de los Espósito, corrigió mentalmente. Por lo menos de eso tenía que dar gracias a Dios. Había visto el poderoso atractivo de Gimena, pero le pareció resistible, y la idea de compartir una mujer con su padre le resultaba repugnante. La hija mayor no tenía nada que resultase atrayente a sus ojos. Sin embargo, Lali... Si fuera cualquier otra cosa excepto una Espósito, no descansaría hasta tenerla en la cama.

Pero era una Espósito, y la sola mención de aquel apellido lo ponía furioso. Su familia había quedado destrozada por culpa de Gimena, y jamás podría olvidarlo. Olvidarlo era imposible, teniendo que vivir todos los días con las consecuencias del abandono de Nicolás. Su madre se había retraído hasta convertirse en una sombra de lo que había sido. Se había pasado más de dos años sin salir de su habitación, e incluso ahora se negaba a aventurarse fuera de la casa excepto para acudir al médico en las raras ocasiones en las que se enfermaba. Peter había perdido a su padre, y a todos los efectos también a su madre.

Ornella era un espectro de mujer triste y silencioso, que se pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación. Tan sólo Alejo García conseguía convencerla a base de mimos para que sonriera un poco y aportaba una pizca de vida a sus ojos azules. Algún tiempo atrás, Peter se había dado cuenta de que Alejo se había enamorado de su madre, pero era una causa perdida. Ornella no sólo era ajena a aquella devoción, sino que no habría hecho nada al respecto aunque fuera consciente. Estaba casada con Nicolás Lanzani, y no había más que decir. El divorcio era algo impensable. A veces Peter se preguntaba si Ornella seguiría aferrada a la esperanza de que Nicolás regresara. Él mismo había aceptado hacía tiempo que jamás volvería a ver a su padre. Si Nicolás hubiera tenido intención de volver, no habría enviado el poder escrito que recibió Peter dos días después de su desaparición.

Había sido sellado en la oficina de correos de Baton Rouge el día en que se fue; la carta estaba redactada de forma lacónica y precisa, sin ninguna indicación personal. Ni siquiera la había firmado con un «Te quiere, papá», sino que se había limitado a un formal «Atentamente, Nicolás A. Lanzani».
Al leer aquello, Peter supo que su padre se había ido para siempre, y se le llenaron los ojos de lágrimas por primera y única vez.

Continuará...

El reencuentro! que pasará ahora entre Lali y Peter? se volverán a ver?  

martes, 22 de mayo de 2012

Capítulo 13










Chicas animense! se vienen tiempos mejores eh! aunque sea 10 firmas!




Estefanía le puso una mano en el hombro.

—Hermanita, eres demasiado inocente para tu propio bien. Peter estaba hecho una furia, pero de todos modos, no va a hacer nada. Sólo se estaba desahogando. Creo que voy a ir a verlo y tal vez consiga lo mismo que tiene su padre con mamá. —Se pasó la lengua por los labios y su rostro adoptó una expresión hambrienta—. Siempre he tenido curiosidad por saber si lo que tiene dentro de los pantalones es tan grande como dicen.

Lali se apartó de un salto, sintiendo la punzada de los celos en medio de su abatimiento. Estefanía no tenía cabeza para comprender que una cubeta de hielo tendría más posibilidades de sobrevivir en el desierto de Sahara que ella de atraer a Peter, pero cuánto envidiaba Lali la audacia de su hermana para intentarlo. Trató de imaginarse cuánta fuerza debía de dar poseer la necesaria seguridad en una misma para acercarse a un hombre y estar segura de que él la encontraba atractiva. Aun cuando Peter rechazara a Estefanía, eso no haría mella en su ego, porque había otros muchos chicos y hombres que jadeaban por ella. Simplemente haría que Peter fuese un reto mayor.

Pero Lali había visto el frío desprecio en los ojos de Peter aquella mañana, al examinar la cabaña y sus habitantes, y se había sentido, sacudida por la vergüenza. Había sentido deseos de decir: «Yo no soy así»; había querido que él la mirase con admiración. Pero es que era así, en lo que a Peter concernía, por vivir en aquella miseria.

Tarareando alegremente, Estefanía se llevó el estridente arco iris que formaban las ropas de Gimena a la habitación posterior para probárselas y ponerse unos alfileres en el talle, porque Gimena tenía más pecho.

Conteniendo a duras penas los sollozos, Lali tomó a Torito de la mano y se lo llevó a jugar afuera. Se sentó en un tronco con la cara entre las manos mientras el niño empujaba sus autitos por la tierra. Normalmente Torito era feliz haciendo aquello durante todo el día, pero al cabo de una hora volvió con Lali y se acurrucó junto a sus piernas, y pronto se quedó dormido. Ella le acarició el pelo, aterrada por el ligero tinte azulado de sus labios.
Se balanceó adelante y atrás en el tronco, con la mirada fija y ensombrecida por el abatimiento.

Mamá se había marchado y Torito se estaba muriendo. No había manera de saber cuánto iba a durar, pero no creía que fuera más de un año. A pesar de lo penoso de su situación anterior, por lo menos existía una cierta seguridad, porque las cosas seguían tal cual un día tras otro y sabía lo que podía esperar. Ahora todo se había derrumbado, y estaba aterrorizada. Había aprendido a salir adelante, a manejar a papá y a sus hermanos, pero ahora nada sucedía según el plan y se sentía impotente. Odiaba aquella sensación, la odiaba con tal ferocidad que se le formaba un nudo en el estómago.
Maldita sea mamá, pensó con rebeldía. Y maldito sea Nicolás Lanzani. Lo único en que pensaban era en sí mismos, no en sus familias ni en el trastorno que iban a ocasionar.

Hacía mucho tiempo que no se sentía como una niña. Sus frágiles hombros venían soportando la responsabilidad desde muy temprana edad, y eso había dado a sus ojos una madurez solemne que chocaba con su juventud, pero en aquel momento acusó profundamente la falta de años. Era demasiado joven para hacer nada; no podía agarrar a Torito y marcharse de allí, porque era demasiado joven para trabajar y mantener a los dos; era demasiado joven incluso para vivir sola, según la ley. Estaba desamparada; su vida estaba totalmente controlada por el capricho de los adultos que la rodeaban.
Ni siquiera podía escaparse, porque no podría llevarse a Torito. Nadie cuidaría de él, y el niño era casi tan desvalido como un bebé. Tenía que quedarse.

Así que se pasó la tarde sentada en el tronco viendo pasar las horas, demasiado triste para entrar en la vivienda a ocuparse de sus labores habituales. Tenía la sensación de estar en una guillotina aguardando a que cayera la cuchilla, y conforme fue aproximándose la noche creció y aumentó la tensión hasta ponerle todos los nervios de punta, hasta que le entraron ganas de gritar para hacer añicos aquella lenta quietud. Torito se había despertado y estaba jugando junto a sus piernas, como si tuviera miedo de alejarse demasiado de su hermana.

Pero llegó la noche, y la cuchilla no cayó. Torito tenía hambre y tiraba de ella para que entrase en casa. De mala gana, Lali abandonó su sitio en el tronco y llevó al niño adentro en el preciso instante en que Joaquín y Patricio salían para correrse una de sus juergas nocturnas. Estefanía se puso el vestido amarillo que tanto codiciaba y se fue también.

A lo mejor Estefanía estaba en lo cierto, pensó Lali. A lo mejor Peter sólo se había desahogado un poco y no había dicho en serio lo que había dicho. A lo mejor Nicolás se había puesto en contacto con su familia a lo largo del día y había calmado la situación. Tal vez hubiera cambiado de idea sobre el hecho de marcharse y hubiera negado tener a Gimena consigo. Cualquier cosa era posible.

Sin embargo, de todas formas no esperaba que volviera Gimena. Y sin Gimena, aunque Nicolás regresara con su familia, no tendría motivo alguno para permitirles seguir en aquella cabaña. No era gran cosa, pero al menos era un techo, y gratis. No, de nada servía albergar esperanzas; había que utilizar el sentido común. De un modo o de otro, quizá no inmediatamente pero sí muy pronto, iban a tener que marcharse. Pero Lali conocía a su padre y sabía que no movería un dedo para irse hasta que se viera obligado. Exprimiría de los Lanzani hasta el último minuto gratis que le fuera posible.

Dio de cenar a Torito y lo bañó, y acto seguido lo metió en la cama. Por segunda vez consecutiva disponía de una noche de bendita intimidad, y se apresuró a darse un baño ella también y ponerse el camisón. Pero cuando sacó su preciado libro no pudo concentrarse en leer. La escena que había tenido lugar aquella mañana con Peter le venía una y otra vez a la mente, igual que una película de vídeo que no dejase de reproducirse en su cabeza. Cada vez que pensaba en aquella mirada de desprecio de Peter, el dolor la golpeaba en el pecho hasta casi no dejarla respirar. Rodó hacia un costado y hundió la cara en la almohada, luchando contra las lágrimas. Ella lo quería mucho, y él la despreciaba porque era una Espósito.

Al final se quedó dormida, exhausta por la inquietud de la noche anterior y el trauma sufrido aquel día. Siempre tenía el sueño ligero y permanecía alerta como un gato, se despertaba y repasaba mentalmente la lista cada vez que llegaba a casa un miembro de la familia. Papá fue el primero en aparecer. Venía borracho, naturalmente, después de haber comenzado tan temprano, pero por una vez no bramó pidiendo una cena que de todos modos no iba a consumir. Lali escuchó los tumbos que iba dando en su camino al dormitorio. Momentos más tarde le llegaron los familiares y trabajosos ronquidos.

Estefanía llegó a casa a eso de las once, de mal humor y haciendo pucheros. La noche no debía de haberle salido como ella pensaba, se dijo Lali, pero permaneció tendida en silencio en su jergón y no preguntó. Estefanía se quitó el vestido amarillo, hizo una bola con él y lo arrojó a un rincón. Después se tumbó en su camastro y dio la espalda a Lali.

Era temprano para todos. Los chicos llegaron no mucho más tarde, riendo y armando bulla, y, como de costumbre, despertaron a Torito. Lali no se levantó, y pronto volvió a reinar el silencio.  Ya estaban todos en casa, excepto mamá. Lali lloró en silencio secándose las lágrimas con la ligera sábana, y enseguida se quedó dormida otra vez.

Un enorme estruendo la hizo despertarse de golpe, aterrada y confusa. Un haz de luz brillante la cegó y una mano ruda la sacó en volandas del jergón. Lali chilló y trató de zafarse de aquella garra que le hacía daño en el brazo, trató de resistirse haciendo fuerza, pero quienquiera que fuese la alzó del suelo de un tirón como si no pesara más que un niño pequeño y literalmente la arrastró por la vivienda. Por encima de sus propios gritos de terror oyó los chillidos de Torito y las voces de su padre y de los chicos maldiciendo y vociferando, entre los sollozos de Estefanía.

En el patio había un semicírculo de luces brillantes y penetrantes, Lali tuvo una impresión borrosa de un montón de gente que se movía adelante y atrás. El hombre que la sujetaba a ella abrió de una patada la puerta de rejilla y la empujó al exterior. Tropezó en los desvencijados escalones y fue a caer de bruces en el suelo, con el camisón subido hasta los muslos.
Las piedras y el cemento le desgarraron la piel de palmas y rodillas y le hicieron una raspadura en la frente.

—Ven aquí —dijo alguien—. Trae al crío.

Torito fue depositado sin ningún miramiento junto a Lali, llorando histérico y con sus redondos ojos azules fijos y aterrorizados. Lali consiguió adoptar la posición de sentada, se cubrió las piernas con el camisón y refugió a Torito en sus brazos.

Empezaron a volar cosas por el aire, que se estrellaban y caían a su alrededor. Vio a Salvador agarrado al marco de la puerta mientras dos hombres de uniforme marrón lo sacaban a rastras de la casa. Agentes, pensó Lali con una sensación de vértigo. ¿Qué estaban haciendo allí? A no ser que hubieran atrapado a papá o a los chicos robando algo. Mientras contemplaba la escena, uno de los agentes propinó un golpe a Salvador en los dedos con su linterna. Salvador lanzó un alarido y soltó el marco de la puerta, y los hombres lo llevaron hasta el patio.

Una silla salió volando por la puerta, y Lali la esquivó echándose hacia un lado. Fue a dar contra el suelo justo donde estaba ella antes y estalló hecha pedazos. Medio arrastrando, con Torito agarrado de su cuello y entorpeciendo sus movimientos, luchó por buscar refugio en la vieja camioneta de su padre, donde se acurrucó contra el neumático delantero.

Contempló aturdida aquella escena de pesadilla, intentando encontrarle algún sentido. Por las ventanas salían cosas de todo tipo, prendas de vestir, platos y cacerolas. Los platos eran de plástico y armaban un ruido tremendo al aterrizar. Alguien vació un cajón lleno de cubertería por una ventana, y su contenido de acero inoxidable barato relumbró bajo los faros de los autos patrulla.

—Vacíenla del todo —oyó que rugía una voz grave—. No quiero que quede nada dentro.

¡Peter! Se quedó petrificada al reconocer aquella amada voz, de cuclillas en el suelo estrechando a Torito contra sí en un gesto protector. Lo descubrió casi de inmediato, con su figura alta y poderosa, de pie y cruzado de brazos, al lado del sheriff.

—¡No tienes derecho a hacernos esto! —se desgañitaba Salvador, intentando agarrar a Peter del brazo. Éste se lo quitó de encima sin más esfuerzo que si se tratara de un perrito molesto—. ¡No puedes dejarnos tirados en plena noche! ¿Qué va a ser de mis hijos, de mi pobre hijo retrasado? ¿Es que no tienes sentimientos, para tratar así a un niño pequeño y desvalido?

—Te dije que los quería fuera de aquí antes de que se hiciera de noche, y lo dije en serio —replicó Peter—. Recojan lo que quieran llevarse, porque dentro de media hora voy a prender fuego a lo que quede.

—¡Mi ropa! —exclamó Estefanía saltando del lugar donde se había puesto a salvo, entre dos autos.
Empezó a recorrer frenética todos los enseres desparramados, cogiendo prendas y desechándolas de nuevo al comprobar que pertenecían a otra persona. Las que eran suyas se las echaba al hombro.

Lali se incorporó con dificultad llevando a Torito todavía aferrado a ella, con una fuerza nacida de la desesperación. Las posesiones de la familia probablemente no serían sino basura para Peter, pero era todo lo que tenían. Consiguió aflojar las manos de Torito lo suficiente para agacharse a recoger unas cuantas prendas enmarañadas, las cuales volcó en la parte trasera de la camioneta de Salvador. No sabía qué pertenecía a quién, pero no importaba; tenía que salvar todo lo que pudiera.
Torito seguía pegado a ella como una lapa, decidido a no soltarse. Con aquel estorbo, Lali, agarró a Salvador del brazo y lo sacudió.

_¡No te quedes ahí! —gritó con urgencia—. ¡Ayúdame a meter nuestras cosas en la camioneta!
Él reaccionó apartándola de un empujón que la lanzó por el suelo.

—¡No me digas lo que tengo que hacer, estúpida hija de puta!

Lali volvió a incorporarse de un salto, sin notar siquiera las nuevas magulladuras y los arañazos, anestesiada por la desesperación. Los chicos, todavía más borrachos que Salvador, se movían sin rumbo fijo dando tumbos e insultando. Los agentes habían terminado de vaciar la cabaña y permanecían de pie, contemplando el espectáculo.

—¡Estefanía, ayúdame! —Lali agarró a su hermana cuando ésta pasaba furiosa a su lado, llorando porque no encontraba su ropa—. Coge todo lo que puedas, lo más rápido que puedas. Ya lo ordenaremos después. Recoge toda la ropa, y así sabrás que la tuya está también ahí dentro. —Fue el único argumento que se le ocurrió para lograr la colaboración de Estefanía.

Las dos muchachas comenzaron a moverse a toda prisa por el patio, recogiendo todos los objetos con que se topaban. Lali trabajó más que nunca en su vida, doblando su esbelto cuerpo una y otra vez de un lado para otro, tan deprisa que Torito no podía seguirla. Iba detrás de ella sollozando amargamente, y se agarraba a sus faldas con sus manitas regordetas cada vez que la tenía a su alcance.

Lali sentía la mente entumecida. No se permitió a sí misma pensar, no podía pensar. Se movía de manera automática, e incluso no se dio cuenta de que se había hecho un corte en la mano con un recipiente roto. Pero uno de los agentes sí lo advirtió, y le dijo en tono hosco:
—Cuidado, muchacha, estás sangrando —y le envolvió la mano en su pañuelo. Ella le dio las gracias sin saber lo que decía.

Era demasiado inocente y estaba demasiado aturdida para darse cuenta de que los faros de los autos atravesaban la delgada tela de su camisón revelando la silueta de su cuerpo juvenil, sus esbeltos muslos y sus senos altos y sutiles. Ella se agachaba y se levantaba, mostrando una parte diferente de su cuerpo con cada cambio de postura, tensando la tela del camisón sobre el pecho y revelando la suave protuberancia del pezón, la vez siguiente resaltando la curva redondeada de una nalga. Sólo tenía catorce años, pero bajo aquella luz dura y artificial, con su larga y gruesa cabellera flotando sobre los hombros semejante a una llama oscura y entre las sombras que destacaban el ángulo de sus altos pómulos y oscurecían sus ojos, no se apreciaba su edad.

Lo que se apreciaba era su extraordinario parecido con Gimena Espósito, una mujer que no tenía más que cruzar una habitación para provocar mayor o menor grado de excitación en la mayoría de los hombres presentes. La sensualidad de Gimena era seductora y vibrante, un auténtico faro para los instintos masculinos. Cuando los hombres miraban a Lali, no era a ella a quien veían, sino a su madre.

Peter permanecía silencioso, observando lo que ocurría. Aún sentía rabia, una rabia fría y voraz, concentrada. Lo invadía una sensación de asco al ver a los Espósito, padre e hijos, deambulando de un lado para otro, maldiciendo y profiriendo salvajes amenazas. Pero estando allí el sheriff y sus ayudantes, no harían otra cosa que cerrar el pico, de modo que Peter no les hizo caso. Salvador se había librado por los pelos cuando empujó al suelo a su hija pequeña; Peter cerró con fuerza los puños, pero al ver que la muchacha se levantaba, aparentemente sin haber sufrido daño alguno, decidió contenerse.

Las dos muchachas corrían de un lado para otro, intentando sin descanso recoger los objetos más necesarios. Los chicos desahogaban en ellas sus estúpidas y crueles frustraciones, arrancándoles las cosas de las manos y tirándolas al suelo, y proclamando en voz alta que ningún hijo de puta iba a echarlos de su casa y que no perdieran el tiempo cogiendo cosas porque no se iban a marchar a ninguna parte, maldita fuera. La hermana mayor, Estefanía, les rogaba que las ayudasen, pero sus bravatas de borracho ahogaban todo esfuerzo que ella pudiera hacer.

La hermana pequeña no desperdiciaba el tiempo tratando de razonar con ellos, sino que se limitaba a moverse en silencio e intentaba poner orden en el caos pese a que el niño se aferraba a ella constantemente. A pesar de sí mismo, Peter cayó en la cuenta de que su mirada la buscaba continuamente y de que se sentía fascinado de manera involuntaria por el contorno menudo y femenino de su cuerpo bajo aquel camisón casi transparente. El propio silencio de la joven llamaba la atención, y cuando Peter lanzó una mirada a su alrededor, descubrió que la mayoría de los agentes también la estaban observando.

Había en ella una extraña madurez, y un juego de las luces le causó la extraña sensación de estar viendo a Gimena en vez de a su hija. Aquella puta le había arrebatado a su padre, lo cual había hecho que su madre se retrajera mentalmente y casi le había costado la vida a su hermana, y allí la tenía de nuevo, tentando a los hombres encarnada en su hija.

Estefanía era más voluptuosa, pero también era ruidosa y barata. La larga cabellera morocha de Lali se mecía sobre el brillo perlado de sus hombros desnudos bajo los tirantes del camisón.   Parecía mayor de lo que era, y también un tanto irreal, una encarnación de su madre moviéndose en silencio a través de la noche, una danza carnal a cada movimiento.

Sin quererlo, Peter notó que su erección se hacía presente, y sintió asco de sí mismo. Miró a los agentes que lo rodeaban y vio la misma reacción reflejada en sus ojos, un deseo animal que debería avergonzarlos, por ir dirigido a una muchacha tan joven.

Continuará...

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