Mil perdones por la desaparición, pero en la semana cero posibilidad de subir y ayer fue mi cumple años así que no había mucha opción jijij está bien larguito el cap! disfrútenlo!
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Dios,
él no era mejor que su padre. No hacía falta más que darle a oler una mujer de
la familia de los Espósito, y se ponía como un potro salvaje en celo, duro y
dispuesto. Eugenia había estado a punto de morir por causa de Gimena Espósito,
y allí estaba él, contemplando a la hija de Gimena con una erección temblando
dentro de los pantalones.
La
joven avanzó hacia él llevando un fardo de ropa. No, no venía hacia él, sino
hacia la camioneta que estaba a sus espaldas. Sus ojos de gato se posaron en él
por espacio de un instante con una expresión sombría y misteriosa. Se le
aceleró el pulso, y aquella visión hizo trizas el tenue control de su
temperamento. Los acontecimientos de aquel día se acumularon en su cabeza y
atacó con una fiereza devastadora, deseando que los Espósito sufrieran tanto
como había sufrido él.
—Eres
basura —dijo con voz dura y profunda cuando la muchacha estuvo a su altura.
Ella se detuvo, petrificada en el sitio, con el pequeño aún aferrado a sus
piernas. No miró a Peter, sólo mantuvo la vista fija al frente, y el contorno
nítido y puro de su rostro lo puso todavía más furioso—.
Toda
tu familia es una basura. Tu madre es una puta y tu padre un borracho de
mierda. Lárguense de esta ciudad y no se atrevan a volver nunca.
* * *
Doce
años después, Mariana Espósito regresó a Prescott, Luisiana. La curiosidad
había sido su compañera de viaje desde Baton Rouge, y no había pensado en mucho
más que no fuera su motivo para regresar. No había nada en la carretera que le
resultase familiar, porque cuando vivía en Prescott rara vez se aventuraba más
allá de la pequeña ciudad, de manera que carecía de recuerdos que pudieran
surgir para unir el pasado con el presente, la niña con la mujer.
Pero
cuando rebasó el cartel que señalaba los límites de Prescott, cuando las casas
empezaron a verse más juntas entre sí formando verdaderas calles y vecindarios,
cuando los bosques de altos pinos y árboles de hoja caduca dieron paso a las
gasolineras y las tiendas, sintió una dolorosa tensión que empezaba a crecer en
su interior. Y se intensificó cuando llegó a la plaza de la ciudad, con aquel
palacio de justicia de ladrillos rojos que conservaba exactamente el mismo
aspecto que ella guardaba en su memoria. Los autos seguían estacionando
alrededor de la plaza, y los bancos del parque seguían estando situados uno a
cada lado para que los ancianos se reunieran allí en los calurosos días del
verano, buscando cobijo bajo la densa sombra de los inmensos robles que crecían
en la plaza.
Naturalmente,
ciertas cosas habían cambiado. Algunos de los edificios eran nuevos, mientras
que habían desaparecido varios de los más viejos. Se habían colocado parterres
de flores en cada rincón de la plaza, sin duda gracias a la iniciativa del Club
de Señoras, en los cuales crecían pensamientos que inclinaban sus graciosas
caras de color morado hacia los viandantes.
Sin
embargo, en su mayor parte, todo estaba igual y las pequeñas diferencias no
hacían sino resaltar lo familiar. El dolor que le oprimía el pecho aumentó
hasta que apenas pudo respirar, y le temblaron las manos sobre el volante. La
invadió una penetrante sensación de dulzura. El hogar.
Fue
una sensación tan fuerte que tuvo que parar el automóvil y desviarse a un espacio
de estacionamiento que vio delante del palacio de justicia. El corazón le latía
con violencia en el pecho, y respiró hondo varias veces para tranquilizarse. No
se esperaba aquello, no se esperaba sentir el efecto de unas raíces que creía
cortadas hacía doce años. Aquel sentimiento la conmocionó, la estimuló
vivamente. Había ido allí llevada tan sólo por la confusión, pues deseaba saber
con seguridad qué había sucedido después de que los Espósito fueran expulsados
a la fuerza de aquel lugar, pero aquella nueva sensación de pertenencia se
superpuso a la curiosidad.
Sin
embargo, ella no pertenecía a aquel lugar, se dijo. Aunque hubiera vivido allí,
en realidad nunca había pertenecido a él; sólo habían tolerado su presencia.
Aquellos aromas intensos y coloridos que no se parecían a los de ningún otro
lugar del mundo, las imágenes que habían quedado impresas en su cerebro desde
que nació, las sutiles influencias de la latitud y la longitud que reconocía
cada una de las células de su cuerpo; todo ello le decía que aquél era su
hogar. Allí había nacido y crecido. Sus recuerdos de Prescott eran amargos,
pero aun así tiraban de ella con cuerdas invisibles que ni siquiera sabía que
existieran. No había deseado aquello; sólo había querido satisfacer su
curiosidad, percibir una sensación de haber puesto fin a todo ello, para poder
abandonar totalmente el pasado y construir su futuro.
No
había sido fácil volver. Las palabras de Peter Lanzani todavía ardían en su
memoria como si las hubiera pronunciado el día anterior, y no doce años atrás.
A veces pasaba días sin pensar en él, pero el dolor seguía estando en el mismo
sitio; controlado, pero perenne, como un compañero constante. El hecho de haber
regresado transformaba los recuerdos en algo más inmediato, y oyó en su mente
la voz de Peter que le decía: «Eres basura».
Aspiró
profundamente, temblorosa, e inhaló el dulce aroma de color verde tan
entrelazado en los recuerdos de su infancia. Ya más calmada, examinó la plaza
tranquilamente, familiarizándose de nuevo con lo que en otro tiempo había
conocido tan bien como la palma de su mano.
Algunas
de las antiguas tiendas que se alineaban a lo largo de las aceras se habían
puesto más elegantes; la ferretería tenía ahora una fachada de piedra y madera
de cedro y—una doble puerta de estilo rústico. Un McDonald's ocupaba el espacio
del antiguo Dairy Dip. Habían construido una oficina bancaria nueva, y ella
hubiera apostado algo a que pertenecía a los Lanzani. La gente pasaba por su
lado y le dirigía miradas de curiosidad igual que se hacía en toda ciudad
pequeña con los forasteros, pero nadie la reconoció. No esperaba que lo
hicieran; los doce años transcurridos la habían transformado de niña en mujer,
y ella misma había dejado de ser una persona desvalida para convertirse en otra
capaz, y había pasado de pobre a próspera. Enfundada en su traje de chaqueta de
color crema, con la cabellera pelirroja recogida en un elegante, moño y los
ojos protegidos por gafas de Sol, no
había nada en ella que recordase a Gimena Espósito.
Qué
ironía, se dijo Lali; Gimena era culpable sin ningún género de dudas de la
mayoría de las acusaciones que le hacían, pero era inocente de la única que
finalmente hizo que echasen de la ciudad a los Espósito. No se había fugado con
Nicolás Lanzani.
Fue
la curiosidad por saber exactamente qué había hecho Nicolás lo que hizo que Lali
volviera a Prescott al cabo de tantos años. ¿Se había encaprichado con una
nueva novia y se había presentado un día más tarde o así, sorprendido por el
revuelo que había causado? ¿Había estado de juerga, bebiendo, o quizás en una
maratón de póker? Lali quería saberlo; quería vérselas cara a cara con él,
mirarlo a los ojos y decirle lo que le había costado a ella su
irresponsabilidad.
Contempló
con mirada fija la plaza, sin verla, sumida en sus recuerdos. Su familia se
había deshecho tras aquella fatídica noche. Habían llegado hasta Baton Rouge
antes de detenerse a pernoctar, y habían dormido en sus vehículos: Salvador
solo en la camioneta, Joaquín y Patricio en la suya, y Estefanía en su
destartalado auto. Lali y Torito pasaron la noche con Estefanía, Torito dormido
en el regazo de Lali.
Al
mirar atrás, la mayor parte de lo que recordaba era terror y vergüenza. Algunos
de sus recuerdos permanecían congelados, claros como el cristal: las luces
cegadoras de los faros de los autos patrulla, aquel momento de profundo terror
en el que la sacaron de la cama a rastras, la empujaron por la puerta y la
arrojaron al suelo, los gritos de Torito. A veces incluso le parecía sentir las
manitas del niño aferrándola, la presión terrible de su cuerpecito contra las
piernas. Sin embargo, el recuerdo más nítido de todos, el que persistía en su
mente con dolorosa claridad, era el de Peter mirándola con aquel desprecio
paralizante.
Recordaba
la desesperación con que intentó reunir sus míseras pertenencias. Recordaba el
largo camino en auto a través de la oscuridad; no había sido tan largo, pero a
ella le pareció que no tenía fin, cada segundo se estiraba de tal manera que un
minuto tardaba horas en pasar. No recordaba haber dormido aquella noche, ni
siquiera después de llegar a Baton Rouge. Había permanecido sentada despierta,
con los ojos escocidos y la mirada perdida, acunando a Torito sobre las
rodillas.
Poco
después de amanecer, un policía los echó del parque donde se habían detenido, y
la triste comitiva se había puesto de nuevo en marcha. Consiguieron llegar a
Beaumont, Texas, antes de detenerse otra vez. Salvador alquiló una habitación
en un motel de la peor zona de la ciudad, y los seis se apiñaron en ella. Al
menos tenían un techo bajo el que cobijarse.
Una
semana después, despertaron una mañana y descubrieron que Salvador se había
ido, igual que se había ido Gimena, aunque él por lo menos se llevó su ropa. Patricio
y Joaquín superaron la crisis gastándose en cerveza el escaso dinero que les
quedaba y emborrachándose a lo bestia. No mucho después, Joaquín también se
marchó.
Patricio
lo intentó. Para mérito suyo, lo intentó. Sólo tenía dieciocho años, pero
cuando se enfrentó de repente con la responsabilidad de cuidar de sus tres
hermanos pequeños, aceptó todos los trabajos que pudo, por extraños que fueran.
Estefanía colaboró trabajando en restaurantes de comida rápida, pero incluso
con esa ayuda no fue suficiente. No transcurrió mucho tiempo antes de que
apareciesen los asistentes sociales, y Estefanía, Lali y Torito fueron puestos
bajo la custodia del estado. Patricio hizo algún que otro ruido de protesta,
pero Lali vio que mayormente se sentía aliviado. No volvió a verlo.
La
adopción quedaba fuera de lugar; Estefanía y Lali eran demasiado mayores, y a Torito
no lo quería nadie. Lo mejor que cabía esperar era que estuvieran los tres en
el mismo hogar de acogida, donde Lali pudiera cuidar del pequeño. Lo que
consiguieron no fue lo mejor, pero la alternativa resultó aceptable, al menos
para Lali. Estefanía fue a vivir a un hogar de acogida, y Lali y Torito a otro.
Toda la responsabilidad sobre el cuidado de Torito recayó sobre sus hombros,
pero como de todos modos había cuidado de él desde que nació, aquello no le
supuso una carga. Ésa era la condición bajo la cual había conseguido que
permanecieran juntos, de modo que trabajó con ahínco para cumplir su promesa.
Estefanía
no se quedó mucho tiempo en un hogar de acogida, sino que se mudó dos veces. Lali
se consideró afortunada en su caso; los Torres no tenían mucho, pero se
mostraban dispuestos a compartir lo que tenían con sus hijos adoptivos. Por
primera vez en su vida, Lali vio cómo vivía la gente respetable, y absorbió
aquella situación como una esponja. Invariablemente, para ella constituía un
placer volver del colegio y encontrarse una casa limpia en la que flotaban los
aromas de la cena que estaba preparándose. Su ropa, aunque no era cara, era
todo lo bonita y moderna que podían permitirse los Torres con el dinero que
recibían para mantenerla. En el colegio nadie la llamaba «gentuza». Aprendió lo
que era vivir en una casa en la que los adultos se amaban y respetaban entre
sí, y su hambriento corazón se henchía de placer con aquella maravilla.
Torito
era mimado por todos, y le compraron juguetes nuevos, aunque no tardó mucho en
empezar a decaer de forma drástica. Para Lali, la dulzura que rodeó al pequeño
durante el poco tiempo que le quedaba de vida hizo que lo aprovechara al máximo.
Hubo una temporada en la que el niño fue feliz. La primera Navidad tras la fuga
de Gimena lo volvió loco de alegría.
Permanecía
horas sentado, demasiado cansado para jugar pero contento con quedarse mirando
las luces parpadeantes del árbol de Navidad. Murió en enero, dulcemente
mientras dormía. Lali sabía que se acercaba el momento y comenzó a pasar las
noches sentada en un sillón, junto a su cama.
Algo, tal vez un cambio en la respiración del niño, la despertó. De modo
que tomó la manita regordeta del pequeño en la suya propia y la sostuvo
mientras sus inhalaciones iban espaciándose cada vez más hasta que por fin,
dulcemente, cesaron del todo. Siguió sosteniendo su mano hasta que empezó a
notar que la piel iba volviéndose más fría, y sólo entonces fue a despertar a
los Torres.
Había
pasado casi cuatro años enteros viviendo con los Torres. Estefanía terminó la
secundaria, se casó inmediatamente y se marchó atraída por las brillantes luces
de Houston. Lali estaba completamente sola, pues toda su familia verdadera se
había ido. Se concentró en los estudios y no hizo caso alguno de todos los
chicos que constantemente la molestaban pidiéndole salir. Había quedado
demasiado insensible, demasiado traumatizada por las convulsiones que había
sufrido en la vida para lanzarse a aquel mareante torbellino social de la
adolescencia.
Los Torres
le habían mostrado lo buenas y agradables que podían ser la estabilidad y la
respetabilidad, y eso era lo que deseaba para sí misma. Y para conseguirlo,
concentró todas sus energías en construir algo de las cenizas a las que había
quedado reducida su vida. Tras interminables horas de estudio, obtuvo las
mejores notas de la clase y ganó una beca para entrar en un pequeño centro
universitario. Dejar a los Torres no resultó nada fácil, pero como el estado ya
no pagaba su manutención, tenía que irse a otra parte. Aceptó dos empleos de
media jornada para mantenerse mientras estudiaba, pero a Lali no le importaba
el trabajo duro, pues durante buena parte de su existencia apenas había
conocido otra cosa.
En su
último año universitario se enamoró de un estudiante de postgrado, Pablo
Martínez. Salieron durante seis meses y se casaron la semana después de que
Lali se graduara. Durante un corto período de tiempo estuvo casi abrumada de
felicidad, segura de que sus sueños se habían hecho realidad, después de todo.
Pero el sueño no duró mucho, ni siquiera tanto como su breve matrimonio. Lali
se había hecho la ilusión de establecerse, amueblar un apartamento encantador y
ahorrar para el futuro, en el que se incluían los hijos, una casa bonita y dos autos.
Pero no funcionó así. A pesar de las responsabilidades de su nuevo empleo, a Pablo
le siguió gustando beber mucho y llevar la misma vida despreocupada que llevaba
de estudiante. Una noche, aquello se llevó lo mejor de él cuando, tras salir de
un bar para dirigirse a casa, su auto se salió de un puente. No hubo más
vehículos implicados en el accidente, lo cual fue una bendición. Cuando se
realizó la autopsia, se descubrió que el grado de alcohol de su sangre era el
doble de lo permitido por la ley.
A los
veintidós años, Lali se encontraba de nuevo sola. Lo pasó mal, pero se empeñó
obstinadamente en reconstruir su vida. Contaba con un título universitario en
administración de empresas y dinero del pequeño seguro de vida que tenía Pablo,
además de lo que ganaba con su trabajo. Se trasladó a Dallas y consiguió un
empleo en una agencia de viajes pequeña. Dos años después, la agencia era
propiedad suya; ya había abierto una sucursal en Houston. Lali dio un salto de
fe y gastó su capital en abrir otra sucursal, esta vez en Nueva Orleans. Para
alegría suya, el negocio crecía poco a poco.
Había
alcanzado la estabilidad económica, y era tan maravillosa como siempre había
imaginado que sería, pero era consciente del doloroso vacío que había en su
vida. Necesitaba también una sólida base emocional. No quería tener un romance
con nadie; los dos hombres a los que se había atrevido a amar, Peter Lanzani y Pablo
Martínez, le habían enseñado lo peligroso que era. Pero todavía le quedaba
familia en alguna parte, y quería encontrarla.
Recordó
vagamente el lugar donde vivía su abuela por parte de madre.
La
había visto una sola vez en su vida, y cuando los servicios sociales intentaron
ponerse en contacto con esa abuela, no lograron dar con ella. Pero los
servicios sociales estaban saturados de trabajo y escasos de personal, y habían
abandonado una búsqueda que era poco metódica. Lali contaba con más tiempo y
más determinación. Empezó a hacer llamadas, y gracias a Dios no había tantos Accardi
en la zona de Shreveport. Por fin contactó con una persona, un primo por parte
de su abuelo Accardi, que sabía que Jeanette Accardi se había ido a vivir a
Jackson, Misisipí, haría unos diez o doce años, justo después de que su hija
mayor se presentara de nuevo.
Lali
se quedó atónita. Su madre, Gimena, era la tal hija mayor. Pero Gimena se había
fugado con Nicolás Lanzani. ¿Qué había sucedido para que volviese con su madre?
¿Seguía Nicolás estando con ella, o había regresado al nido, con su familia? Un
gran número de años se interponían entre el momento presente y aquella horrible
noche en Prescott. Que ella supiera, Nicolás podía haberlos pasado felizmente
en compañía de su familia, mientras la de Lali se había desmembrado, destruido.
Llamó
a Información, consiguió el número de teléfono de su abuela y llamó. Para
sorpresa suya, fue Gimena quien contestó al teléfono. Incluso después de todos
aquellos años, aún recordaba la voz de su madre. Sorprendida y emocionada, se
identificó. La conversación entre ambas fue extraña al principio, pero por fin Lali
cogió fuerzas para preguntar a Gimena lo que había ocurrido con Nicolás Lanzani.
—¿Qué
le pasó? —dijo Gimena en tono aburrido—. Estefanía me contó esa absurda
historia de que los dos nos habíamos fugado juntos, pero para mí era nueva. Me
harté de ser el saco de boxeo de Salvador y de vivir en la miseria, y todos
saben que Nicolás Lanzani no iba a hacer nada al respecto, así que me marché,
fui a Shreveport y me trasladé aquí a vivir con mi madre. Tu tía Tatita vive
aquí, en Jackson, de modo que, como un mes después de aquello, nos vinimos aquí
también. No he visto a Nicolás Lanzani.
A Lali
le costó asimilarlo todo de golpe, eran muchos los pensamientos que
revoloteaban en su cabeza. Era evidente que Estefanía había encontrado a su
madre, pero ninguna de las dos había hecho el menor esfuerzo por ponerse en
contacto con ella. Gimena podía haber sacado a sus dos hijos más pequeños del
hogar de acogida, pero no tuvo problema alguno en dejarlos allí. Lali se percató
de que ni siquiera había preguntado por Torito.
Y
luego estaba el misterio de Nicolás Lanzani. A lo mejor no se había ido con Gimena,
pero en efecto se había marchado, por lo menos temporalmente, y con su huida
había puesto en marcha los acontecimientos que habían conformado la vida de Lali.
Intrigada y perpleja, Lali decidió averiguar con seguridad lo que había
sucedido. A la edad de catorce años había sido literalmente arrojada en medio
de la noche igual que un trozo de basura, y desde entonces vivía con aquel
dolor.
Necesitaba
conocer el final de la historia; quería cerrar la puerta a su pasado para poder
continuar con el futuro.
Es
por eso que allí estaba, sentada en el auto en la plaza del palacio de justicia
de Prescott, sumida en los recuerdos y perdiendo el tiempo. No debería ser muy
difícil averiguar dónde había estado Nicolás Lanzani durante lo que
probablemente fue un solo día, aquel día crucial que había alterado su vida de
forma total.
Lo
primero, supuso, era encontrar un sitio donde pasar la noche. Había llegado a
Baton Rouge en avión aquella mañana, atendió el negocio que tenía, y después
alquiló un auto y vino hasta Prescott. Ya casi había anochecido, y estaba
cansada. No le llevaría mucho tiempo averiguar lo que quería saber, pero no deseaba
regresar conduciendo hasta Baton Rouge si podía tomar una habitación en un
motel de Prescott.
Había
un motel doce años atrás, pero ya entonces era ligeramente sórdido y era
posible que hubiera desaparecido. Se encontraba en la parte este de la ciudad,
en la carretera con dirección al motel.
Bajó
la ventanilla del auto y llamó a una mujer que pasaba por la acera.
—Disculpe.
¿Hay algún motel en la ciudad?
La
mujer se detuvo y se acercó al costado del auto. Tendría unos cuarenta y tantos
años y le resultó vagamente familiar, pero no consiguió situarla.
—Sí
—contestó, y se volvió para señalar—. Vaya hasta la esquina de la plaza y gire
a la derecha. Esta más o menos a unos
tres kilómetros, en esa dirección.
Parecía
tratarse del mismo motel. Lali sonrió.
—Gracias.
—De
nada. —La mujer sonrió y se despidió con un movimiento de cabeza antes de
regresar a la acera.
Lali
salió marcha atrás y maniobró el pequeño automóvil alquilado para entrar en el
pausado tráfico. Prescott no estaba más animado ahora que doce años antes.
Llegó al motel en dos minutos.
Estaba
en el mismo sitio, pero no era el mismo motel. Éste parecía nuevo, no debía de
tener más de un par de años, y era mucho más sustancial. Seguía teniendo una
sola planta, pero construida en forma de U alrededor de un patio central en el
que borboteaba una fuente y crecían flores. Le faltaba una piscina, pero no le
importó; la fuente era mucho más encantadora.
El
empleado de recepción era un hombre cincuentón cuya placa llevaba escrito «Rubén».
Se agitaron sus recuerdos, y surgió un apellido que acompañaba al nombre. Rubén
Odell. Una de sus hijas estaba en la misma clase que Lali. Conversó un poco con
ella mientras tomaba el número de su tarjeta de crédito y miró con curiosidad
el nombre impreso en la misma, pero «Lali E. Martínez» no le sonó de nada. Lali
no era un nombre común, pero probablemente ni siquiera sabía cómo se llamaba
ella en aquel entonces, así que, naturalmente, no lo reconoció ahora.
—Le
daré la número doce —dijo, sacando la llave de su compartimiento—. Está en la
parte de atrás del patio, alejada de la carretera, así no la molestará el
tráfico.
—Gracias.
—Lali sonrió y se quitó las gafas de sol para firmar el recibo de la tarjeta de
crédito.
El
empleado parpadeó al ver su sonrisa, y su expresión se hizo ligerísimamente más
cálida.
Estacionó
el auto en la parte posterior del patio, enfrente de la habitación número doce.
Al abrir la puerta se vio agradablemente sorprendida. La habitación era más
grande que la mayoría de las habitaciones de motel, con un sillón y una mesita
de centro junto a la puerta y una cama enorme al fondo. El tocador era
alargado, con el televisor en un extremo y una zona escritorio en el lado más
cercano al cuarto de baño. El ropero era suficiente, el lavabo empotrado de la
zona del tocador lucía dos cubetas y era lo bastante grande para que lo
ocupasen dos personas sin chocar continuamente la una con la otra. Miró el
interior del cuarto de baño esperando ver la bañera típica, pero en lugar de
ella había una generosa ducha de mampara corredera. Como ella nunca usaba la
bañera, se alegró de tener una habitación adicional para el baño. Teniéndolo
todo en cuenta, aquel pequeño motel estaba por encima de la media.
Sacó
del equipaje las cosas del neceser y la única muda de ropa que había traído, y
seguidamente se puso a trazar el plan de acción. No debería suponer un gran
problema averiguar lo que quería saber, mientras nadie la reconociera como una Espósito.
Las ciudades pequeñas podían tener una memoria prodigiosa, y la ciudad de
Prescott había pertenecido a los Lanzani en cuerpo y alma, así como la mayor
parte de sus edificios.
Probablemente,
la manera más fácil y más rápida sería ir a la biblioteca y examinar los
periódicos antiguos. Los Lanzani aparecían constantemente en las noticias, de
modo que si Nicolás Lanzani había regresado de su pequeña correría y reanudado
sus negocios como de costumbre, no haría falta repasar muchas ediciones para
que saltara su nombre a la vista.
Consultó
su reloj y vio que probablemente no tendría más de una hora para hacer lo que
había venido a hacer; por lo que recordaba de la pequeña biblioteca, cerraba a
eso de las seis en verano, y en una ciudad del tamaño de Prescott no era fácil
que aquello hubiera cambiado. Tenía hambre, pero lo primero era lo primero. El
estómago podía esperar; la biblioteca, no.
Resultaba
curioso ver cuán selectiva podía ser la memoria; nunca había estado en el motel
cuando vivía allí, y con frecuencia había acudido a la biblioteca, siempre que
tenía una oportunidad, pero se había acordado de la situación del motel y en
cambio no tenía ni idea de dónde se encontraba la biblioteca. Extrajo la
pequeña guía telefónica del tocador y buscó la dirección, y al cabo de un
momento recordó la localización de la biblioteca. Cogió el bolso y las llaves,
se subió al auto y regresó al centro de Prescott.
Antes
la biblioteca estaba situada detrás de la oficina de correos, pero cuando llegó
allí descubrió con desencanto que el edificio había desaparecido. Miró a su
alrededor y exhaló un suspiro de alivio. Un cartel prominente enfrente del
edificio nuevo contiguo a la oficina de correos proclamaba que era la
Biblioteca de Prescott. Los constructores habían olvidado las líneas lisas de
la arquitectura moderna y habían preferido un estilo de antes de la guerra, un
edificio de ladrillo rojo de dos plantas con cuatro columnas en la fachada y
grandes cristales con contraventanas. Había abundante espacio para aparcar,
probablemente más del que se necesitaba, ya que tan sólo había tres vehículos
estacionados. Lali aumentó el total a cuatro al situar el suyo enfrente. Corrió
hacia las dobles puertas del edificio. El cartel colocado en la de la izquierda
le indicó que estaba en lo cierto respecto del horario: de nueve a seis.
La
bibliotecaria era una mujer pequeña y regordeta, muy locuaz, que no le
resultaba familiar en absoluto. Se acercó al mostrador y preguntó dónde estaban
los archivos de los periódicos antiguos.
—Aquí
mismo —contestó la mujer, saliendo de detrás del mostrador—. Ya está todo
microfilmado, por supuesto. ¿Busca usted alguna fecha en particular? Voy a
enseñarle dónde están las microfichas y cómo funciona el escáner.
—Se
lo agradezco —dijo Lali—. Quiero empezar con los de hace unos diez años, pero
puede que tenga que remontarme un poco más incluso.
—No
hay ningún problema. Lo hubiera habido hasta hace un par de años, pero el señor
Lanzani insistió en que se microfilmara todo cuando nos trasladamos a este
edificio. Puede creerme, el sistema estaba de lo más anticuado; ahora es mucho
más fácil.
—¿El
señor Lanzani? —preguntó Lali manteniendo un tono natural a pesar del vuelco
que le había dado el corazón. Así que, en efecto, Nicolás había vuelto.
—Peter
Lanzani —repuso la bibliotecaria—. La familia prácticamente es la dueña de esta
ciudad, de la parroquia entera, ya puestos. Pero es un hombre de lo más
agradable. —Hizo una pausa—. ¿Es usted de por aquí?
—Lo
era, hace mucho tiempo —respondió Lali—. Mi familia se mudó a otra ciudad
cuando yo era muy pequeña. Se me ha ocurrido examinar las esquelas viejas, por
si veo las de algunos primos de mis padres. Con los años les perdimos la pista,
pero he empezado a trabajar en un árbol genealógico de la familia y siento
curiosidad por saber qué fue de ellos.
Para
ser una explicación improvisada, no estaba mal. La gente que intentaba buscar
la pista de su árbol genealógico siempre echaba mano de las hemerotecas, por lo
menos según lo que había visto ella. A juzgar por lo que había aprendido al
escucharlos hablar e intercambiar historias de extensa labor detectivesca que
finalmente descubría el paradero de la tatarabuela Ruby por la parte materna de
la familia, dicha búsqueda podía convertirse en una adicción.
Había
dado en el clavo, porque la bibliotecaria le obsequió una ancha sonrisa.
—Buena
suerte, querida, espero que los encuentre. Me llamo Greta DuBois. Llámeme si
necesita ayuda. Aunque cerramos a las seis, y eso es dentro de menos de una
hora.
—No
tardaré mucho —dijo Lali mientras buscaba en su memoria una familia DuBois. No
le vino ninguna a la mente, así que tal vez habían venido a vivir a aquella
zona después de que la familia Espósito se marchara de modo tan ignominioso.
Una
vez que se quedó a solas, se puso a buscar rápidamente en los archivos,
recorriendo una página tras otra del Prescott Weekly, comenzando por la
fecha en la que fueron expulsados de la parroquia. Halló varias menciones de Peter,
y aunque trató de ignorarlas se dio cuenta de que no podía. A pesar de que
aquella noche, tanto tiempo atrás, la había curado de su tonto enamoramiento,
jamás había logrado olvidarlo; su imagen permanecía en su memoria como una
herida sin cerrar que la importunaba de vez en cuando.
Se
rindió impotente a la presión de aquella cuña mental y repasó las páginas en
las que había visto el nombre de Peter. El semanario jamás publicaba nada
despectivo ni escandaloso acerca de los Lanzani —eso quedaba para los
periódicos de Baton Rouge y de Nueva Orleans—, pero las normales idas y venidas
de la familia siempre aparecían puntualmente señaladas para las mentes
inquisitivas que desearan conocerlas, que eran la mayoría de los parroquianos.
Los dos primeros artículos eran simples menciones de que Peter había asistido a
tal y cual acto. El tercer artículo se encontraba en la sección de negocios, y Lali,
atónita, tuvo que leerlo dos veces para poder asimilar su contenido.
Nadie
más habría visto nada alarmante, ni siquiera insólito, en la frase: «... Juan
Pedro Lanzani, que ha asumido el control financiero de las empresas de la
familia, votó en contra de la medida de ... » Asumido el control de las
empresas de la familia. ¿Por qué habría hecho tal cosa? Nicolás estaría aún al
frente de sus negocios ya que, al fin y al cabo, todo le pertenecía a él. Lali
se fijó en la fecha del semanario; 5 de agosto, ni tres semanas después
de la fuga de Gimena. ¿Qué habría sucedido?
Desconectó
la máquina de visualizar los microfilmes y se reclinó en la silla contemplando
fijamente la pantalla en blanco. Había regresado a Prescott sólo para atar y
cerrar algunos cabos sueltos de su vida, y ahora descubría que las cosas habían
continuado igual que antes. Nadie habría echado en falta a los Espósito; su
ausencia habría sido advertida con alivio y después olvidada, pero Lali no
había podido olvidar. Había imaginado que cuando viera otra vez Prescott,
cuando viera que nadie los había echado de menos, que ni siquiera los
recordaban, ella podría a su vez olvidarse de aquella ciudad. Si se tropezaba
con Peter Lanzani, mucho mejor. Jamás había culpado a Peter de lo que le había
hecho; había visto el dolor pintado en su rostro, había oído su voz. Pero Nicolás...
Sí, a él sí lo culpaba, y también a Gimena. Aunque no hubieran huido juntos, Gimena
había abandonado a sus hijos y la irresponsabilidad de Nicolás había causado un
gran sufrimiento.
Pero Peter
se había hecho cargo de los negocios de la familia. En lugar de atar todos los
cabos sueltos, Lali había descubierto uno más: ¿Por qué había asumido Peter el
mando?
Se
levantó y fue en busca de Greta DuBois. El mostrador principal estaba desierto,
y el resto de la biblioteca también parecía estarlo.
—¿Señora
DuBois? —llamó, y el sonido fue absorbido y amortiguado por las hileras de
libros. Sin embargo, Greta la había oído, porque se oyó el crujido de sus
zapatos de suelas de goma sobre las baldosas.
—Voy
—dijo Greta en tono alegre, emergiendo de detrás de la sección de libros de
consulta—.
¿Ha
encontrado lo que necesitaba?
—Sí,
gracias. Sin embargo, he visto otra cosa que me ha desconcertado. Se trata de
un artículo muy pequeño, pero decía que Peter Lanzani había asumido el control
de los negocios de la familia.
Esto
sucedió hace doce años, y me resulta extraño, ya que por aquel entonces Peter
no debía de tener más de veintipocos años...
—Pues
sí. Debió usted de marcharse antes del gran escándalo, o tal vez fuese
demasiado joven para prestar demasiada atención a esa clase de cosas. Nosotros
nos trasladamos aquí hace once años, y todavía era un tema de conversación,
créame.
—¿Qué
escándalo? —Lali se puso tensa y su perplejidad se transformó en alarma. Allí
pasaba algo malo.
—Verá,
cuando Nicolás Lanzani se fugó con su amante. Yo no sé quién era, pero todo el
mundo dice que no era más que una fulana. Debió de perder totalmente la cabeza,
eso es lo único que se me ocurre, para abandonar así a su familia y la fortuna
que poseía.
—¿No
regresó nunca? —Lali no podía ocultar su sorpresa, pero Greta no vio nada
anormal en aquella reacción.
—Desde
entonces nadie le vio ni un pelo de la cabeza. Cuando se fue, se fue. Hay quien
dice que su esposa bastaba para espantar a cualquier hombre, pero yo no puedo
decirlo con seguridad, porque jamás la conocí. La gente dice que desde el día
en que su marido la abandonó no ha salido de casa. Ni siquiera se molestó en
ponerse en contacto con ella ni con sus hijos.
Lali
estaba alucinada. Nicolás Lanzani adoraba a sus hijos; con independencia de sus
sentimientos hacia su esposa, jamás había existido la menor duda acerca de lo
mucho que quería a Peter y Eugenia.
—Supongo
que la señora Lanzani se divorciaría de él —quiso saber, pero Greta negó con la
cabeza.
—No
lo ha hecho. Me imagino que no quería que él se casara de nuevo, si es que
tenía la intención de hacerlo. Sea como sea, con lo joven que era el señor Peter,
se puso en el lugar de su padre y se encargó de todo como si el señor Lanzani
siguiera estando allí. Probablemente mejor, a juzgar por lo que dicen.
—Yo
era demasiado pequeña para acordarme mucho de él —mintió Lali—. Sí recuerdo que
era una especie de héroe local, que jugaba al Rugby en la universidad, cosas
así.
—Bueno,
querida, deje que le diga que las cosas no han cambiado mucho —dijo Greta, y se
abanicó con la mano—. Por Dios, ese hombre es un bombón, se lo puedo asegurar.
Me pone el corazón a cien por hora, ¡y eso que le llevo varios años y estoy a punto
de ser abuela! —Se sonrojó, pero lanzó una carcajada con sorprendente falta de
pudor—. A lo mejor son esos ojos tan seductores, que están diciendo: «ven a la
cama», o puede que sea el pelo. ¡0 podría ser ese culito que tiene! —Suspiró
con ensoñación—. Es un sinvergüenza, pero ¿qué más da?
—¿Sabe
que usted se muere por él? —bromeó Lali.
—Querida,
todas las mujeres de esta ciudad se mueren por él, y sí, él lo sabe, el muy
pícaro.—Greta soltó otra carcajada impúdica—. Mi marido se burla de mí diciendo
que va hacer abdominales para poder competir con él.
Lali
se sorprendió a sí misma cautiva de su imaginación, y se sacudió para
liberarse. Lo que le estaban diciendo resultaba sorprendente, y necesitaba
estar a solas para reflexionar sobre ello.
Consultó
su reloj.
—Casi
es hora de cerrar, así que más vale que me vaya. Gracias por su ayuda, señora
DuBois. Ha sido un placer conocerla.
—Lo
mismo digo. —Greta hizo una pausa—. Lo siento, no me he quedado con su nombre.
Porque
no lo había dicho, pero Lali no vio motivo para ocultarlo.
—Soy Lali
Martínez.
—Bien,
encantada de conocerla, Lali. Es un nombre muy bonito y fuera de lo común.
—Sí,
supongo que sí. —Lali volvió a mirar el reloj—. Adiós. Y gracias otra vez por
su ayuda.
—Cuando
quiera estoy a su disposición.
Lali
regresó al motel, pero antes se detuvo en un McDonald's. No le gustaba mucho la comida rápida, pero no
quería ir a un restaurante donde pudieran reconocerla, de modo que se conformó.
Se comió la mitad y tiró el resto a la basura, demasiado alterada para tener
apetito.
Nicolás
Lanzani había desaparecido. Pero si no se había fugado con Gimena, ¿qué le
había sucedido?
Lali
se tumbó en la cama y contempló fijamente el techo, tratando de ordenar los
hechos. Nicolás no habría abandonado su casa, su familia y su fortuna sin tener
una razón. Todo el mundo pensó que Gimena era una razón, pero Lali sabía que
no. Y aunque simplemente se hubiera hartado de su matrimonio, ¿por qué no pidió
el divorcio? Los Lanzani eran católicos, pero el divorcio no constituía un
problema a menos que quisiera volver a casarse. Pero es que nunca dio la
impresión de no ser feliz; ¿por qué no habría de serlo? Su mundo era tal como
él lo quería. A Lali no se le ocurría ninguna razón por la cual irse de forma
tan brusca, sin decir palabra, y no ponerse jamás en contacto con su familia.
A no
ser que estuviera muerto.
Aquella
posibilidad —no, más bien probabilidad— resultaba asombrosa. Lali experimentó
una sensación casi de malestar mientras iba sopesando y descartando situaciones
posibles. A lo mejor Nicolás se había ido para estar fuera sólo un par de días
y de pronto se puso enfermo, y quizá tuvo un accidente; pero si cualquiera de
aquellas posibilidades se hubiera dado, lo habrían encontrado e identificado,
se habría comunicado el hecho a su familia. Pero eso no había ocurrido. Nicolás
Lanzani había desaparecido la misma noche en que huyó su madre.
Cielo
santo, ¿lo habría matado Gimena? Lali se incorporó en la cama y se pasó las
manos por el pelo, aturdida. No podía descartar aquella idea, aun cuando no se
imaginaba a su madre haciendo algo semejante. Gimena tenía la moral de un gato
callejero, pero no era, no había sido nunca, una persona violenta.
¿Salvador,
entonces? Eso le parecía más factible. Si creía que podía salir bien parado, Salvador
era capaz de cualquier cosa. Pero recordaba muy bien aquella noche; Salvador
había llegado a casa tambaleándose alrededor de las nueve, y enseguida se había
derrumbado y puesto a maldecir porque Gimena no estaba allí. Poco después llegaron
Joaquín y Patricio, también borrachos. ¿Podría ser que alguno de los dos
hubiera matado a Nicolás, o tal vez los dos juntos? Pero nada parecía fuera de
lo ordinario, y Lali habría jurado que ellos se sorprendieron tanto como ella
de que Gimena no hubiese vuelto a casa. Más que eso, simplemente no les
importaba lo más mínimo que su madre se acostara con Nicolás; y ya puestos,
tampoco le importaba a Salvador.
¿Quién
más podía ser? Quizá la señora Lanzani. A lo mejor Ornella había matado a su
marido porque estaba cansada de sus infidelidades, aunque según todas las
noticias le era infiel desde el comienzo de su matrimonio y a ella no pareció
importarle nunca, incluso se sentía agradecida. Su lío con Gimena duró años;
¿por qué iba a oponerse a él de repente? No, Lali dudaba que Ornella se
preocupara siquiera de regañarlo, y mucho menos de complicarse la vida con un
asesinato.
Sólo
quedaba una persona: Peter.
Hizo
un esfuerzo por rechazar aquella idea. No podía haber sido Peter. Se acordaba
de la expresión de su cara al entrar en la cabaña aquella mañana y cuando
regresó aquella aciaga noche. Se
acordaba de su furia, de su odio implacable. Peter creía que su padre se había
fugado con Gimena, y estaba furibundo.
Pero Peter
era quien más tenía que ganar con la muerte de su padre. Al desaparecer Nicolás,
él había tomado las riendas de la fortuna de los Lanzani y se había hecho
todavía más rico, según lo que había comentado la bibliotecaria. Desde que
nació había sido preparado para ocupar algún día el puesto de su padre. ¿Se
habría cansado de esperar, y habría quitado a Nicolás de en medio?
Los
pensamientos corrían por su mente igual que una ardilla encerrada en una jaula
que se golpeara contra los barrotes. En aquel momento la puerta de la
habitación sonó a causa de una serie de golpes fuertes que hicieron
sobresaltarse a Lali, sorprendida pero no alarmada. ¿Por qué iba a llamar nadie
a su habitación? Nadie sabía dónde estaba, de modo que no podía ser un mensaje
de la oficina. Se levantó y fue hasta la puerta, pero no la abrió. Reparó en
que tampoco había mirilla.
—¿Quién
es?
—Peter
Lanzani.
El
corazón casi dejó de latirle. Habían transcurrido doce años desde que oyó por
última vez aquella voz grave, profunda, pero sintió que le fallaban las fuerzas
al oírla de nuevo, la emoción mezclada con el miedo. Él la había herido más
gravemente que ninguna otra persona en su vida, pero todavía tenía el poder de
electrizar cada célula de su cuerpo con nada más que su voz. El solo hecho de
oírlo otra vez la hizo sentirse como la niña que era a los catorce años,
temblorosa y agitada por su proximidad. Y siempre, siempre, estaba aquel
desagradable contrapeso que tiraba de ella en la dirección contraria: el vivo
recuerdo de Peter diciendo: «Eres basura» jamás había conseguido encontrar el
equilibrio en lo que a Peter se refería, jamás había conseguido olvidarlo,
mezcla de sueño y pesadilla.
Lo
oportuno de su llegada le puso la carne de gallina. ¿Lo habría convocado ella
con sus pensamientos? Llevaba allí de pie tanto tiempo que la puerta sonó de
nuevo bajo el impacto del puño de Peter.
—Abre.
—En su tono se percibía la implacable autoridad de alguien que esperaba ser
obedecido de inmediato, y que tenía la intención de encargarse de que así
fuera.
Con
cautela, Lali soltó la cadena de la puerta y abrió. Alzó la vista hacia el
hombre al que no había visto en una docena de años. No importó; no importaba
cuánto tiempo hubiera pasado, ella lo habría reconocido de todas formas. Él
permaneció en el pasillo, sin dignarse a entrar, y el impacto de su presencia
física dejó a Lali sin aliento.
Era más
grande de lo que recordaba. Seguía
teniendo delgadas la cintura y las caderas, pero se había ensanchado de pecho y
hombros, había adquirido la dura solidez de un hombre adulto. Y era sin ningún
género de dudas un hombre, hacía mucho que había perdido todo rasgo juvenil. Su
rostro era más magro, más fuerte, más duro, con surcos que enmarcaban su boca y
arrugas de madurez en los ojos. Estaba contemplando la cara de un pirata, y
comprendió por qué Greta DuBois temblaba ante la sola mención de su nombre.
Cuando tenía veintidós años era impresionante; a los treinta y cuatro era
peligroso, un pirata de carácter y de aspecto. El hecho de mirarlo le provocó
calor y temblor a un tiempo, el corazón de repente empezó a latirle con tal
fuerza que se preguntó si él llegaría a oírlo. Reconocía los síntomas, y odió
encontrarse en aquel estado. Dios, ¿es que estaba condenada a pasarse la vida
entera desfalleciendo al ver u oír a Peter Lanzani? ¿Por qué no podía superar
aquel residuo de reacción infantil?
Por
encima de la fina línea de la nariz, los pecaminosos ojos de Peter seguían
siendo fríos e implacables.
El
sensual contorno de su boca se curvó al bajar la vista para mirarla a ella.
—Lali
Espósito —dijo—. Rubén tenía razón; eres exacta a tu madre.
Pero
si él había cambiado, ella también. Lali había adquirido seguridad en sí misma
a base de esfuerzo. Le obsequió una sonrisa fría y ligera y respondió:
—Gracias.
—No
es un cumplido. No sé por qué estás aquí, y no importa. Este motel es propiedad
mía, y tú no eres bienvenida, de modo que tienes media hora para recoger tus
cosas y marcharte. —Esbozó una sonrisa lobuna que en realidad no era una
sonrisa—. ¿O tengo que llamar al sheriff de nuevo para librarme de ti?
El
recuerdo de aquella noche flotó entre ambos, con tal fuerza que casi era
tangible. Por un instante Lali vio otra vez los faros, experimentó la confusión
y el terror de entonces, pero se negó a permitir que él le provocara el pánico.
En vez de eso, se encogió de hombros con gesto elegante, le dio la espalda y
fue hasta la zona del baño, donde recogió eficientemente sus artículos de
tocador, los metió en su bolso de viaje y descolgó la única muda de ropa de la
percha. Plenamente consciente de aquellos ojos que le taladraban la espalda,
dobló la ropa sobre el brazo, se deslizó en sus zapatos, cogió su bolso y pasó
presurosa al lado de Peter sin alterar en ningún momento la expresión serena de
su rostro.
Cuando
arrancó el auto y se alejó del motel, rumbo a Baton Rouge, Peter aún seguía de
pie junto a la puerta de la habitación, mirándola fijamente.
¡Lali
Espósito! ¿Qué tal eso como una ráfaga procedente del pasado? Peter se quedó
mirando las luces traseras del auto hasta que se perdieron de vista. Cuando Rubén
lo llamó para decirle que acababa de llegar al motel una mujer que era la viva
imagen de Gimena Espósito y que se había registrado con el nombre de Lali E. Martínez,
no le cupo ninguna duda acerca de su identidad. ¡Así que un miembro de los Espósito
por fin había tenido el valor de regresar a Prescott! No le sorprendió que
fuera Lali; ella siempre había tenido más agallas que el resto de su familia
junto.
Lo
cual no significaba que él fuera a dejarla quedarse.
Se dirigió
hacia la habitación iluminada que ella había abandonado con tan pocos
aspavientos.
Sin
ningún aspaviento, maldita fuera. Si quería una pelea, ella desde luego no le
dio el capricho. Ni siquiera había pedido que le devolvieran el dinero a su
tarjeta de crédito. Sin pestañear siquiera, había recogido sus cosas y se había
ido. No había tardado ni un minuto; demonios, ni treinta segundos.
Se
había ido, y a excepción de la colcha arrugada de la cama, la habitación estaba
tan inmaculada como si jamás hubiera estado allí, pero su presencia aún
persistía en el ambiente. Era un aroma dulce, ligeramente almizclado, que
flotaba en el aire y que anulaba el olor a rancio que era endémico de todas las
habitaciones de motel. Peter sintió cómo se le aceleraba la sangre en una
reacción instintiva. Era el olor a mujer, universal en ciertos aspectos,
exclusivo de ella en otros. Se adentró un poco más en la habitación, atraído
por aquel esquivo aroma, agitando las aletas de la nariz.
Lali Espósito.
El solo hecho de oír aquel nombre le había traído de nuevo a la memoria aquella
noche, y había vuelto a verla, menuda y silenciosa, con aquella cabellera castaña
oscuro que le caía sobre los hombros y aquel cuerpo esbelto cuya silueta se
recortaba tras la fina tela del camisón, arrojando un sensual hechizo sobre los
agentes y sobre él mismo. En aquella época no era más que una niña, por el amor
de Dios, pero ya entonces poseía el aura de sensualidad de su madre.
Cuando
ella abrió la puerta de la habitación y él la vio de nuevo, se quedó
estupefacto. Se parecía tanto a Gimena que sintió deseos de estrangularla, pero
al mismo tiempo resultaba imposible confundirla con su madre. Lali era un poco
más fina, más delgada que voluptuosa, aunque se había rellenado muy bien en los
doce años que habían transcurrido desde la última vez que la vio. Su color era
el mismo que el de Gimena: la melena castaña, la boca carnosa y la piel
traslúcida. Pero lo que lo había puesto furioso era aquella sensualidad carente
de todo esfuerzo y la reacción involuntaria que había sufrido él. No era nada
que ella hubiera dicho o hecho, ni siquiera lo que llevaba puesto, que era un
elegante traje de chaqueta. ¡Una Espósito vistiendo de traje, por Dios! No, se
trataba de algo intrínseco de su ser, algo que también poseía Gimena. La hija
mayor —no recordaba su nombre— no tenía aquel potente atractivo; era fácil y rápida,
no sexy. Lali era sexy. No tan descaradamente como Gimena, pero con la misma
intensidad. Al clavar la mirada en aquellos ojos de gato pensó en la cama que
había detrás, pensó en sábanas revueltas y piel ardiente, en tenerla desnuda
debajo de él y sentir cómo sus muslos le envolvían las caderas mientras él
encontraba la blanda abertura que había entre sus piernas y empujaba al
interior...
Peter
rompió a sudar y soltó un juramento en voz alta en medio de la habitación
vacía.
¡Maldición,
no era mejor que su padre! Sólo un fugaz olor y estaba dispuesto a olvidarse de
todo en su afán por acostarse con una de las Espósito. No, no a todas las
mujeres de los Espósito, corrigió mentalmente. Por lo menos de eso tenía que
dar gracias a Dios. Había visto el poderoso atractivo de Gimena, pero le
pareció resistible, y la idea de compartir una mujer con su padre le resultaba
repugnante. La hija mayor no tenía nada que resultase atrayente a sus ojos. Sin
embargo, Lali... Si fuera cualquier otra cosa excepto una Espósito, no
descansaría hasta tenerla en la cama.
Pero
era una Espósito, y la sola mención de aquel apellido lo ponía furioso. Su
familia había quedado destrozada por culpa de Gimena, y jamás podría olvidarlo.
Olvidarlo era imposible, teniendo que vivir todos los días con las
consecuencias del abandono de Nicolás. Su madre se había retraído hasta
convertirse en una sombra de lo que había sido. Se había pasado más de dos años
sin salir de su habitación, e incluso ahora se negaba a aventurarse fuera de la
casa excepto para acudir al médico en las raras ocasiones en las que se enfermaba.
Peter había perdido a su padre, y a todos los efectos también a su madre.
Ornella
era un espectro de mujer triste y silencioso, que se pasaba la mayor parte del
tiempo en su habitación. Tan sólo Alejo García conseguía convencerla a base de
mimos para que sonriera un poco y aportaba una pizca de vida a sus ojos azules.
Algún tiempo atrás, Peter se había dado cuenta de que Alejo se había enamorado
de su madre, pero era una causa perdida. Ornella no sólo era ajena a aquella
devoción, sino que no habría hecho nada al respecto aunque fuera consciente.
Estaba casada con Nicolás Lanzani, y no había más que decir. El divorcio era
algo impensable. A veces Peter se preguntaba si Ornella seguiría aferrada a la
esperanza de que Nicolás regresara. Él mismo había aceptado hacía tiempo que
jamás volvería a ver a su padre. Si Nicolás hubiera tenido intención de volver,
no habría enviado el poder escrito que recibió Peter dos días después de su
desaparición.
Había
sido sellado en la oficina de correos de Baton Rouge el día en que se fue; la
carta estaba redactada de forma lacónica y precisa, sin ninguna indicación
personal. Ni siquiera la había firmado con un «Te quiere, papá», sino que se
había limitado a un formal «Atentamente, Nicolás A. Lanzani».
Al
leer aquello, Peter supo que su padre se había ido para siempre, y se le
llenaron los ojos de lágrimas por primera y única vez.
Continuará...
El reencuentro! que pasará ahora entre Lali y Peter? se volverán a ver?