martes, 12 de junio de 2012

Capítulo 22









—¿Que tú sabrás lo que haces? —se hizo eco Jimena, indignada, contemplando las anchas espaldas de Peter?. ¿Qué demonios ha querido decir con eso? ¡No habrá sido una amenaza!

—Probablemente — dijo Lali al tiempo que se llevaba un bocado de pasta a la boca. Cerró los ojos con deleite—. Mmnn, prueba esto. Está delicioso.

—¿Te has vuelto loca? ¿Cómo puedes comer cuando ese machista acaba de amenazarte con... con hacer algo, supongo? —Frustrada, Jimena pinchó con el tenedor y probó la ensalada de pasta—. Es verdad, está muy bueno. Tienes razón, preocuparse por ése puede esperar hasta que terminemos de comer.
Lali rió con suavidad.

—Ya estoy acostumbrada a sus amenazas.

—¿Alguna vez las lleva a cabo?

—Siempre. Una cosa que tiene Peter es que siempre habla en serio, y no le da ningún miedo hablar en tono autoritario.
Jimena dejó caer el tenedor en la mesa.

—¿Entonces qué vas a hacer?

—Nada. Al fin y al cabo, en realidad no me ha amenazado con nada concreto.

—Eso quiere decir que vas a tener que estar todo el tiempo en guardia.

—Ya lo estoy siempre, en lo que a él respecta.

Sintió una punzada de dolor al pronunciar aquellas palabras, y bajó la vista al plato para ocultarlo. Qué maravilloso sería sentirse segura y relajada con Peter, saber que podía confiar en que toda aquella implacable determinación, aquella intensidad vital, iba a ser utilizada en defensa de ella en vez de en contra. ¿Sabrían Ornella y Eugenia lo afortunadas que eran de tener a alguien como él dispuesto a pelearse por ellas? Ella lo amaba, pero era su enemigo. En ningún momento podía permitirse el lujo de olvidarlo, de dejar que sus esperanzas nublaran su sentido común.

Deliberadamente, desvió la conversación hacia temas menos comprometidos, por ejemplo los pocos problemas que habían surgido del hecho de que ella se encontrara en Prescott en vez de Dallas. Sintió alivio de que dichos problemas fueran pocos y relativamente sin importancia. Ya había contado con tener alguna que otra dificultad, pero Jimena era una buena gerente y se llevaba bien con los agentes de viajes de las demás sucursales. La única diferencia real era que ahora Jimena era la que viajaba, en lugar de Lali, aunque hubiera ocasiones en las que se requería la presencia de esta última. En general, todo había salido bien. Decidieron que, ya que Lali estaba tan cerca de Baton Rouge y de Nueva Orleans, seguiría supervisando aquellas dos sucursales, porque sería absurdo que Jimena tuviera que hacer un viaje largo en auto o en avión para desplazarse hasta allí. Jimena se sentía un tanto desilusionada porque le encantaba Nueva Orleans, pero también era sumamente práctica, y el cambio fue sugerencia suya. Habría ocasiones en las que a Lali no le resultaría cómodo ir a ninguna de las dos ciudades, así que se contentaría con alguna visita esporádica.

Terminado el almuerzo, se separaron la una de la otra en el mismo restaurante, pues el hotel de Jimena estaba en la dirección contraria de donde Lali había dejado el auto. Hacía incluso más calor que antes, con un bochorno que volvía denso el aire, difícil de respirar. El olor del río era más penetrante, y unas nubes negras pendían sobre el horizonte, promesa de una tormenta primaveral que aliviaría el calor durante un rato y después convertiría las calles en un baño de vapor. Lali apretó el paso, pues quería estar de camino a casa antes de que estallara la tormenta.

Al llegar a la altura de una entrada que conducía a una tienda desierta y a oscuras, sintió una mano fuerte que la agarraba del brazo por detrás y la arrastraba a la tienda. ¡Un asalto!, pensó, y de inmediato la invadió la furia, vehemente e irreflexiva. Le había costado mucho conseguir lo que tenía para renunciar a ello sin protestar, tal como aconsejaba la policía. De modo que en vez de eso lanzó el codo hacia atrás y sintió que se hundía en un vientre duro y provocaba un satisfactorio gruñido en su asaltante. Se dio la vuelta, echó hacia atrás el puño y tardó un instante en abrir la boca para gritar pidiendo auxilio. Tuvo una impresión borrosa de la estatura y los hombros anchos del delincuente, y acto seguido se vio empujada contra él y su grito quedó amortiguado contra un costoso traje italiano de color crema.

—Por Dios santo —dijo Peter con un deje de diversión en su voz grave—. Vaya con el gatito salvaje, si eres igual de salvaje en la cama, tiene que ser tremendo.
El desconcierto ante aquel comentario se mezcló con el alivio al comprender de quién se trataba, pero ninguna de las dos cosas diluyó su furia. Con la respiración agitada, le propinó un empujón en el pecho para zafarse de él.

—¡Maldito seas! ¡Creí que me estaban asaltando!
Él arrugó la frente.

—¿Y empiezas por ponerte a dar golpes con ese codito puntiagudo? —preguntó él con incredulidad, frotándose el estómago—. ¿Y si yo fuera efectivamente un ladrón y tuviera una navaja o una pistola? ¿No sabes que debes entregar el bolso antes de correr el riesgo de que te hagan daño?

—Y una mierda —barbotó Lali, retirándose el pelo de la cara.
El semblante de Peter se distendió, y rompió a reír.

—No, me parece que no harías algo así. —Alzó una mano y le apartó un mechón rebelde por detrás de la oreja—. Lo tuyo es atacar primero y pensar después, ¿no es cierto?
Lali desvió la cara de su mano.

—¿Por qué agarraste así?

—Te he seguido desde que saliste del restaurante, y se me ocurrió que éste era tan buen sitio como cualquier otro para nuestra pequeña charla. En realidad, deberías prestar más atención a quien tienes detrás.

—Ahórrate el sermón, si no te importa. —Miró el cielo—. Quiero llegar a mi auto antes de que estalle la tormenta.

—Si no quieres hablar aquí, podemos ir a mi hotel, o al tuyo.

—No. No pienso ir contigo a ninguna parte. —Sobre todo a una habitación de hotel. Él seguía haciendo aquellas insinuaciones con connotaciones sexuales que la alarmaban. No confiaba en sus motivos, y tampoco confiaba en sí misma a la hora de resistirse. Teniéndolo todo en cuenta, lo mejor era permanecer lo más lejos posible de él.

—Entonces, aquí.

Peter la miró, tan cerca en aquel estrecho espacio del callejón que los senos de Lali casi le rozaban el traje. Cuando la atrajo hacia sí para amortiguar sus gritos, los notó, firmes, redondos y seductores. Deseó verlos, tocarlos, saborearlos. Tenía tal conciencia física de ella que era como si estuviera en medio de un campo eléctrico, con el aire crepitando y siseando alrededor de los dos, haciendo saltar chispas. Luchar con ella resultaba más emocionante que hacer el amor con otras mujeres. Quizá de niña fuera tímida como un cervatillo, pero había crecido y se había convertido en una mujer que no tenía miedo de la cólera, ni de la suya ni de la de nadie.

—Voy a comprarte la casa —dijo bruscamente, recordándose a sí mismo por qué quería hablar con ella—. Te daré el doble de lo que te ha costado.
Los ojos de Lali se entrecerraron, lo cual los hizo parecer más gatunos.

—No es una buena decisión de negocios —le dijo en tono ligero, pero con furia latente y cercana a aflorar a la superficie.
Él se encogió de hombros.

—Puedo costearlo. ¿Puedes tú costear el rechazar la oferta?

—Sí —contestó Lali, y sonrió.

La satisfacción que mostraba aquella sonrisa estuvo a punto de hacerlo reír de nuevo. Así que había logrado llegar a ser algo en la vida, ¿eh? Más de lo que parecía al principio; si contaba con una directora de distrito, era evidente que tenía más empleados, en varios lugares. Involuntariamente, sintió el pecho hincharse de orgullo por lo que ella había conseguido. Él sabía muy bien lo poco que poseía cuando echó de la ciudad a los Espósito, porque había presenciado cómo recogía frenéticamente sus cosas de entre la suciedad. La mayoría de la gente contaba con un sistema de respaldo formado por la familia y los amigos, y por algunos ahorros; Lali no tenía nada, lo cual daba más mérito a sus logros. Si hubiera contado con los activos que poseía él, pensó Peter, ahora sería la propietaria del estado entero. No sería fácil librarse de una mujer con aquel coraje.

Sintió la lujuria retorcerle y contraerle el estómago jamás se había sentido atraído por mujeres frágiles y desvalidas que necesitaban protección; ya tenía bastante con las de su familia. Pero en Lali no había nada de frágil.

Estudió su rostro, y vio en él tanto los parecidos con Gimena como las diferencias. Lali tenía la boca más grande, más móvil, los labios rojos y lozanos, aterciopelados como pétalos de rosa. Su cutis era perfecto, con una textura de porcelana que dejaba ver la huella de una caricia, de un beso. Se le pasó por la cabeza dejar en él la marca de su boca, de besarle todo el cuerpo hasta llegar a los suaves pliegues de entre las piernas, pliegues que protegían lugares aún más tiernos. Aquella imagen le provocó una calentura plena y dolorosa. Allí de pie, tan cerca de ella, percibió el aroma dulce y delicioso de su piel, y se preguntó si aquel dulzor sería más intenso entre sus piernas. Siempre le había encantado cómo olían las mujeres, pero el aroma de Lali era tan incitante que todos los músculos de su cuerpo se contrajeron de deseo y le hacían difícil pensar en otra cosa.

Sabía que no debía hacerlo, incluso cuando fue a tocarla. Lo último que quería era seguir el ejemplo de su padre; aún no lograba pensar en la huida de su padre sin sentir el dolor y la rabia, la traición, tan reciente como si acabara de suceder. No quería hacer daño a Ornella ni a Eugenia, no quería revivir aquel viejo escándalo.

Había un centenar de razones, todas buenas, por las que no debía desear tener en sus brazos a Mariana Espósito, pero en aquel instante no le importaba lo más mínimo ninguna de ellas. Sus manos se cerraron alrededor de la cintura de Lali, y la sensación de su cuerpo, suave y cálido, tan vibrante que sentía un hormigueo en las palmas allí donde la tocaba, se le subió a la cabeza igual que un potente vino. Vio que los ojos de ella se agrandaban y que se le dilataban las pupilas hasta dejar ver tan sólo un delgado aro de caramelo. Lali alzó las manos y las apoyó en su pecho, cubriéndole las tetillas, y un estremecimiento le recorrió toda la piel. Inexorablemente, su mirada se clavó en la boca de ella, y empezó a acercarse hasta que el esbelto cuerpo de Lali estuvo apoyado contra el suyo. Notó cómo enroscaba las piernas a las suyas, cómo sus pechos firmes se le pegaban al estómago, cómo aquellos labios llenos y suaves se abrían al tiempo que, perpleja, inhalaba una bocanada de aire. Entonces la alzó de puntillas e inclinó la cabeza para saciar aquella hambre.

Sus labios también tenían el tacto de pétalos de rosa, suaves y aterciopelados. Giró la cabeza e incrementó la presión de su boca, obligándolos a abrirse igual que una flor a una orden suya. La sangre rugía en sus venas. La atrajo hacia con más fuerza, la rodeó con sus brazos y la sostuvo soldada a su cuerpo, dejando que notase la hinchada protuberancia de su erección contra la blandura de su vientre. Percibió su temblor, el movimiento convulsivo de sus caderas, que se arqueaban hacia él, y se sintió inundado de una sensación de masculino triunfo. Los brazos de Lali se deslizaron hasta sus hombros para entrelazarse alrededor de su cuello, y sus dientes se abrieron para permitirle un acceso más profundo. Un grave gruñido salió de su garganta al tiempo que se zambullía en la boca de Lali con su lengua. Notó un sabor dulce y picante, sazonado con el fuerte gusto del café que había tomado con el postre. La lengua de ella se enroscó alrededor de la suya en ardiente bienvenida, y succionó con delicadeza para retenerlo dentro de su boca.

Peter la empujó hacia atrás, contra la puerta cerrada y apuntalada con tablones. Oía las voces apagadas de la gente que pasaba por la acera detrás de ellos y el siniestro rugir de la tormenta, pero no significaban nada. Lali era fuego vivo en sus brazos, no luchaba contra el beso, sino que respondía con ardor a su contacto. Sus labios temblaban, lo aferraban, lo acariciaban. Peter quería más, lo quería todo. Lentamente tomó sus nalgas en las manos y la levantó para atraer sus caderas hacia dentro de modo que su erección quedase apoyada en la suave hendidura de entre sus piernas. La frotó adelante y atrás contra él, gimiendo en voz alta por el placer de aquella presión exquisita.

La lluvia empezó a repiquetear contra la calle, señal de la llegada de la tormenta, y se produjo una explosión de movimiento entre la gente que corría para ponerse a cubierto. El retumbar de un trueno lo hizo levantar la cabeza y mirar alrededor, un poco irritado por aquella intrusión en la bruma sensual que nublaba su mente.

Ya fuera el trueno o su propia reacción al mismo lo que rompió el hechizo en Lali, ésta se puso rígida de pronto en sus brazos y empezó a empujar para despegarse. Peter captó una imagen fugaz de su rostro enfurecido y la dejó enseguida en el suelo, la soltó y dio un paso atrás antes de que ella se pusiera a gritar como una descosida.
Lali se zafó y salió a la vereda, donde la lluvia la empapó de inmediato, y se volteó para mirarlo. Tenía los ojos amarillentos y turbios.

Continuará...

2 comentarios:

  1. Merecido el golpe k le propinó,pero se dejo llevar x un momento, y si no es x el trueno,quien sabe k hubiese pasado ahí mismo.

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