No
había sido una compra a ciegas. El señor Pérez le envió fotos de la casa, tanto
del interior como del exterior. La vivienda era pequeña, sólo tenía cinco
ambientes y había sido construida en los años cincuenta, pero había sido
remodelada y modernizada con vistas a venderla. El dueño anterior había hecho
un buen trabajo; el nuevo patio delantero recorría toda la fachada, y en un
extremo había un columpio que invitaba a los nuevos inquilinos a disfrutar del
buen tiempo. Unos ventiladores situados a cada extremo del techo garantizaban
que el calor no sería demasiado insoportable. También había ventiladores en
cada habitación de la casa.
Los
dos dormitorios eran del mismo tamaño, de modo que escogió el posterior para
ella y convirtió el otro en un despacho. Había solamente un baño, pero como
ella era una sola persona, no esperaba tener problemas en ese sentido. El
cuarto de estar y el comedor eran agradables, pero lo mejor de la casa era la
cocina. Era evidente que había sido remodelada hacía unos años, porque no se
imaginaba que nadie se gastase dinero en reformar una cocina a su gusto cuando
con un estilo más estándar valdría para vender la casa y costaría mucho menos.
A quienquiera que fuera le gustaba cocinar. Había una cocina con seis hornillas,
además de un horno microondas y otro convencional. Los armarios cubrían una
pared entera, desde el suelo hasta el techo, lo que proporcionaba espacio
suficiente para almacenar comida para un año. En lugar de una isla, el centro
de la cocina lo ocupaba una mesa de dos metros con tabla para cortar que
ofrecía abundante espacio para aventuras culinarias. A Lali no la entusiasmaba
tanto cocinar, pero le gustó la estancia. En realidad estaba encantada con la
casa entera. Era el primer lugar para vivir que realmente le pertenecía; los
apartamentos no contaban porque eran alquilados. Aquella casa era suya. Era un
verdadero hogar.
Bullía
de felicidad por dentro cuando fue al centro de Prescott para hacer la compra y
solventar dos pequeños asuntos. La primera parada fue el palacio de justicia,
donde compró una matrícula de Luisiana para el auto y solicitó el permiso de
conducir de Luisiana. A continuación, la tienda de comestibles. Fue un sutil
placer comprar sin fijarse en el precio en la misma tienda en la que en otro
tiempo el propietario la seguía desde que entraba y controlaba todos sus
movimientos para cerciorarse de que no se metía algo en el bolsillo y se iba
sin pagarlo. Morgan se llamaba, Ed Morgan. Su hijo pequeño estaba en la clase
de Estefanía.
Se
entretuvo en seleccionar la fruta y las verduras, metiéndolas por separado en
bolsas de plástico y cerrando cada una con una cinta verde. Del almacén salió
un hombre de pelo gris con un delantal lleno de manchas, cargando con una caja
de plátanos que empezó a colocar en una repisa casi vacía. Lanzó una mirada a Lali
y volvió a mirarla, abriendo los ojos con incredulidad.
Aunque
ahora tenía mucho menos pelo y el que le quedaba había cambiado de color, a Lali
no le costó reconocerlo: era el hombre en el que estaba pensando.
—Hola,
señor Morgan —le dijo amablemente mientras empujaba el carrito—. ¿Cómo está?
—G—Gimena
—balbuceó él, y hubo algo en la forma de pronunciar aquel nombre que dejó
helada a Lali y la hizo mirarlo con otros ojos. ¡Por Dios, él también! Bueno,
¿por qué no? Nicolás Lanzani no siempre estaba disponible, y Gimena no era una
mujer que hiciera ascos a nada.
Su
sonrisa se esfumó y dijo en tono gélido:
—No,
no soy Gimena. Soy Mariana, la hija pequeña. —Se sintió furiosa en nombre de la
niña que fue, constantemente humillada por verse tratada como una ladrona,
cuando durante todo aquel tiempo el hombre que se preocupaba tanto de seguirla
por la tienda formaba parte de la pandilla de perros hambrientos que babeaban
por su madre.
Empujó
el carrito por el pasillo. La tienda no era grande, de modo que oyó el murmullo
de voces cuando el tendero corrió a contarle a su mujer quién era ella. No
mucho después, se dio cuenta de que llevaba detrás una sombra. No reconoció al
muchacho adolescente, que también llevaba un delantal largo y con lamparones y
que se sonrojó con embarazo cuando ella lo miró, pero resultaba obvio que
alguien le había dicho que se cerciorase de que todo iba a parar al carro y no
al bolso.
Tuvo
un exceso de ira, pero lo controló y se esforzó por no darse prisa. Cuando ya
tenía todo lo que necesitaba, dirigió el carro hacia la caja y empezó a
descargarlo.
La
señora Morgan estaba en la caja registradora cuando Lali entró en el
establecimiento, pero el señor Morgan se había hecho cargo de aquella tarea y
ahora su esposa miraba con toda atención desde el pequeño cubículo que hacía
las veces de oficina. Observó los artículos que Lali estaba descargando.
—Más
vale que tenga dinero para pagar todo esto —dijo el hombre en tono desagradable.
Miro mucho de quién acepto un cheque.
—Yo
siempre pago en efectivo —replicó, Lali con frialdad—. Miro mucho a quién dejo
ver el número de mi cuenta.
Transcurrieron
unos instantes hasta que el comerciante se dio cuenta de que Lali lo había
insultado pagándole con la misma moneda, y se sonrojó violentamente.
—Cuidado
con lo que dice. No tengo por qué tolerar esa forma de hablar en mi
establecimiento, sobre todo de gente como usted.
—Claro.
—Lali le sonrió y habló en tono bajo—. No era usted tan escogido cuando se
trataba de mi madre, ¿verdad?
El
rubor desapareció de la cara del hombre tan bruscamente como había aparecido.
Quedó pálido y sudoroso, y lanzó una mirada fugaz a su esposa.
—No
sé de qué me está hablando.
—Bien.
Pues entonces procure que no vuelva a surgir este tema. —Sacó su billetera y esperó.
El señor Morgan empezó a pasar los artículos por el mostrador marcando los
precios. Lali miraba cada precio conforme él lo iba sumando, y lo detuvo en una
ocasión—. Esas manzanas están a uno veintinueve el kilo, no a uno sesenta y
nueve.
El
hombre se ruborizó otra vez, furioso de que ella lo hubiera pillado en un
error. Por lo menos Lali suponía que había sido un error y no un intento
deliberado de engañarla. La joven iba a cerciorarse de repasar todos los
artículos en el recibo antes de salir de la tienda, iba a darle a probar lo que
era que a uno lo considerasen deshonesto automáticamente. En otro tiempo se
habría retraído, profundamente humillada, pero aquella época había quedado
atrás.
Cuando
el señor Morgan sumó el total, Lali abrió la cartera y sacó seis billetes de
veinte. Normalmente, su factura de la compra era menos de la mitad de aquella
cantidad, pero es que había dejado que se agotasen muchas cosas en vez de
tomarse la molestia de trasladarlas, de modo que tuvo que reponerlas. Vio que
el señor Morgan miraba el dinero que quedaba en la cartera y supo que
rápidamente correría por toda la ciudad el rumor de que Lali Espósito había
vuelto, y exhibiendo un fajo de dinero como para parar un tren. Nadie creería
que lo había ganado de forma honrada.
No
podía decirse a sí misma que no le importaba lo que pensara la gente; siempre
le había importado. Aquélla era una de las razones por las que había vuelto,
para demostrarles a ellos que no todos los Espósito eran gentuza, y para
demostrarse a sí misma que no era basura. Sabía racionalmente que ella era
respetable, pero aún no lo sabía en su corazón, y no lo sabría hasta que los
habitantes de su ciudad natal la aceptaran. No podía divorciarse de Prescott;
aquella ciudad había contribuido a dar forma a lo que era como persona, y tenía
profundas raíces en ella. Pero el hecho de desear ser aceptada por aquella
gente no significaba que fuera a dejar que cualquiera la insultara y saliera
impune. De niña era discretamente obstinada en cuanto a salirse con la suya,
pero en los doce años que habían transcurrido desde entonces, había crecido y
había aprendido a defenderse.
El
mismo chico que la había seguido en el interior de la tienda la ayudó a llevar
las bolsas al auto. Calculó que tendría unos dieciséis años, sus articulaciones
todavía conservaban la holgura propia de la infancia y las manos y los pies
eran demasiado grandes para el resto.
—¿Eres
familia de los Morgan? —le preguntó mientras se dirigían al estacionamiento, él
empujando el carrito.
El
chico se ruborizó ante aquella pregunta personal.
—Er...
sí. Son mis abuelos.
—¿Cómo
te llamas?
—Mateo.
—Yo
soy Lali Martínez. Antes vivía aquí, y acabo de volver para quedarme.
Se
detuvo frente a su automóvil y abrió el maletero. Como la mayoría de los
adolescentes, al chico le interesaba todo lo que tuviera cuatro ruedas, y le
echó un buen vistazo. Lali se había comprado un sedán sólido y fiable en lugar
de un deportivo; para los negocios era mejor un sedán, y de todas formas había
que tener una actitud determinada para ir por ahí al volante de un deportivo,
una actitud que Lali no había tenido nunca. Siempre había sido más madura de lo
que indicaba su edad, y para ella la estabilidad y la seguridad eran mucho más
importantes que la velocidad y una imagen impresionante. Pero el auto, de un
verde oscuro y estilo sofisticado europeo, tenía menos de un año y una cierta
elegancia, a pesar de toda su fiabilidad.
—Tiene
un auto muy bonito —se sintió impulsado a comentar Mateo mientras trasladaba las
bolsas a la maletera.
—Gracias.
Lali
le dio una propina, y él contempló el billete con sorpresa. De aquel detalle
dedujo que o bien en Prescott no se estilaba dar propinas, o bien la gente
solía cargar ella misma con la compra y a él lo habían presionado para que la
ayudase y así viera si tenía el auto limpio o algo parecido.
Sospechó
esto último; el chisme de la gente de las poblaciones pequeñas no conocía
límites.
Un
Cadillac pequeño y blanco entró en el estacionamiento mientras Lali abría la
portezuela del auto y frenó bruscamente al llegar a su altura. Lali levantó la
vista y vio a una mujer que la miraba fijamente, estupefacta. Tardó unos
instantes en reconocer a Eugenia Lanzani, o como se apellidase ahora. Las dos
mujeres se miraron de frente la una a la otra, y Lali se acordó de que Eugenia
siempre se esforzaba especialmente en ser desagradable con los Espósito, a
diferencia de Peter, que los había tratado con bastante normalidad hasta que
desapareció Nicolás.
A pesar
de sí misma, Lali sintió lástima; si sus sospechas eran ciertas, el padre de
ambos estaba muerto y ellos habían pasado todos aquellos años sin saber lo que
le había sucedido.
Los Espósito
habían sufrido por causa de los actos de Nicolás, pero también habían sufrido
los Lanzani.
Incluso
en el interior del auto, Lali advirtió lo pálida y tensa que parecía Eugenia al
mirarla. Aquélla era una confrontación que mejor sería posponer; aunque su
intención era mantenerse firme, no había necesidad de exhibir su presencia en
las narices de los Lanzani. De modo que desvió la mirada, se subió al auto y
encendió el motor. Eugenia le bloqueaba el paso de tal forma que no podía dar
marcha atrás, pero el sitio de estacionamiento que tenía delante estaba vacío,
así que no necesitaba retroceder. Simplemente salió pasando por aquel espacio y
dejó a Eugenia aún sentada y con la vista fija en ella.
Cuando
llegó a casa se encontró con varios faxes que la esperaban, todos de Jimena.
Colocó en su lugar las cosas que había comprado antes de sentarse en el
despacho a atender los problemas que hubieran surgido. Le gustaba el mundo de
las agencias de viajes; no carecía de su dosis de crisis y quebraderos de
cabeza, pero la mayor parte del tiempo, por la propia naturaleza de aquel negocio,
los clientes estaban animados y contentos. La labor de la agencia consistía en
asegurarse de que sus vacaciones se reservasen correctamente, con alojamiento
seguro. Desviaban suavemente a los clientes de los paquetes turísticos que no
resultaban apropiados. Por ejemplo, una familia con niños pequeños
probablemente no estaría muy contenta con un crucero en un barco cuyas
diversiones estaban pensadas más bien para los adultos. Sus empleados sabían
encargarse de cosas así. La mayoría de los problemas con que se tropezaba eran
de índole muy distinta. Había honorarios que pagar, impresos de impuestos que
rellenar, un interminable desfile de papeles. Lali había decidido seguir
encargándose de los sueldos, con la información pertinente que le enviarían todos
los lunes por la mañana desde las cuatro sucursales. Haría el papeleo,
prepararía los cheques y los mandaría por correo urgente el miércoles por la
mañana. Aquélla era una solución factible, y disfrutaría enormemente de la
comodidad de trabajar en casa.
El
mayor inconveniente era seguir trabajando con los bancos de Dallas, tanto en el
aspecto profesional como en el personal, pero había decidido no transferir sus
fondos a Prescott, ni siquiera a Baton Rouge; la influencia de los Lanzani
tenía brazos muy largos. No había investigado si la familia era la propietaria
del banco nuevo que había en la ciudad porque en realidad no importaba; fueran
los dueños o no, Peter poseería una gran influencia. En la banca existían
normas y leyes, pero en aquella parte del estado los Lanzani eran la ley para
ellos mismos. A Peter le resultaría fácil obtener el saldo de sus cuentas,
hasta las copias de los cheques anulados. No le cabía duda de que también
podría causarle problemas retrasando hasta el último momento el crédito para
los cheques depositados y haciendo que sus propios cheques fueran incobrables.
No, lo mejor era seguir teniendo la cuenta en Dallas.
Oyó
crujir la piedra del camino de entrada, y al asomarse por la ventana vio un
brillante jaguar de color gris metalizado que se detenía frente a la casa.
Resignada, dejó caer de nuevo la cortina y separó su silla de la mesa del
despacho. No le hacía falta ver quién salía del auto para saber quién venía a
verla, de igual modo que sabía que no se trataba precisamente del comité de
bienvenida.
Fue
al cuarto de estar y abrió la puerta al oír las pisadas en la entrada.
—Hola,
Peter. Pasa, por favor. Veo que ya no tienes tu Corvette.
La
sorpresa brilló en los ojos del aludido al cruzar la puerta y abrumarla
inmediatamente con su tamaño. No se esperaba que ella lo invitase
tranquilamente a entrar, el conejo ofreciendo hospitalidad al lobo en su
madriguera.
—Ahora
voy más despacio que antes en muchas cosas— dijo lentamente.
Lali
tenía en la punta de la lengua decir: «Mejor, supongo» pero se contuvo. Dudaba
de que Peter Lanzani le hiciera observaciones sugerentes a ella precisamente, y
si se las tomaba como tales, él pensaría que era justo lo que cabía esperar de
una Espósito. Entre ellos no había espacio para el coqueteo normal.
Aquel
día de finales de la primavera hacía calor, y Peter llevaba una camisa blanca
de algodón, floja y abierta en el cuello, y pantalones de lino de color caqui.
Por el cuello de la camisa le asomaba una porción de vello negro y rizado, y Lali
se obligó a sí misma a mirar a otra parte, consciente de una súbita dificultad
para respirar. Él traía consigo el aroma fresco y terrenal a sudor limpio y el
clásico olor almizclado del hombre. Ella nunca había logrado decidir qué color
tenía, pensó confundida, inhalando aquel aroma complejo y sutil. El impacto
físico que le produjo hizo que
se bloqueasen todos sus sentidos, igual
que siempre. No había cambiado nada. Lo que la impresionó no fue lo
imprevisto de verlo; las viejas reacciones de antaño seguían allí, igual de
potentes, sin haber sido atenuadas por la madurez ni por el paso del tiempo. Lo
miró con rabia oculta, impotente. Dios, aquel hombre no había hecho otra cosa
que hundirla en el polvo, y no dudaría en hacerlo de nuevo; ¿qué demonios le
pasaba para no ser capaz de verlo sin experimentar automáticamente aquel
hormigueo de excitación?
Peter
estaba demasiado cerca de ella, junto a la puerta, mirándola fijamente con sus
ojos oscuros y entrecerrados. Se apartó para darse a sí misma un poco de
espacio para respirar. Le resultaba demasiado imponente físicamente,
veinticinco centímetros más alto que ella y con aquel cuerpo de atleta, duro y
esbelto. Tendría que ponerse de puntillas siquiera para darle un beso en el
hueco de aquella garganta musculosa y bronceada. Aquel pensamiento aberrante la
sobresaltó, la conmocionó, y ocultó su expresión de manera instintiva. De
ningún modo podía permitir que Peter supiera que ella se sentía siquiera
remotamente atraída por él; eso le daría un arma de enorme poder destructivo
contra ella.
—Esto
es una sorpresa —dijo en tono ligero, aunque no lo era—. Siéntate. ¿Quieres un
café, o tal vez té helado?
—Déjate
de cortesías —contestó él avanzando hacia Lali, y ésta percibió el filo de fría
cólera en su voz—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Vivo
aquí —repuso Lali, arqueando las cejas en un gesto de falsa sorpresa. No
esperaba tener la confrontación tan pronto; Peter era más eficiente de lo que
ella imaginaba. De nuevo se apartó, desesperada por mantener una distancia de
seguridad entre ambos. La mirada de él se agudizó y acto seguido brilló de
satisfacción y con una frialdad tal, que Lali comprendió que él se había dado
cuenta de que su proximidad la ponía nerviosa. De manera que se detuvo,
decidida a no hacerle ver que podía intimidarla de aquel modo, y se volteó para
mirarlo de frente. Alzó la barbilla con una expresión serena y tranquila en sus
ojos. Le costó un poco de esfuerzo, pero lo consiguió.
—No
será por mucho tiempo. Has perdido tiempo y esfuerzo en volver.
Con un suave gesto de diversión, Lali dijo:
—Incluso
tú podrías tener problemas para echarme de mi nueva casa.- La mirada de Peter
se agudizó nuevamente al recorrer con la vista el cuarto de estar, pulcro y
acogedor. —La he comprado —amplió la información—. No está financiada, es mía
limpia de polvo y paja.
Peter
dejó escapar una risa áspera que la sobresaltó.
—Seguro
que te has divorciado del señor Martínez y lo has dejado en la ruina. ¿Te
quedaste con todo lo que tenía?
Lali
se puso rígida.
—De
hecho, así fue. Pero no me divorcié de él.
—Entonces,
¿qué hiciste, buscarte un viejo apolillado al que diste la patada después de
uno o dos años? ¿Tenía herederos a los que tú estafaste y dejaste sin nada?
El
color desapareció de las mejillas de Lali dejándola pálida como una estatua.
—No,
me busqué un hombre joven y sano de veintitrés años, que murió en un accidente
de auto antes de cumplir un año de casados.
Peter
apretó los labios.
—Lo
siento —dijo en tono seco—. No debería haber dicho eso.
—No,
no deberías haberlo dicho, pero jamás he visto que un Lanzani se haya
preocupado alguna vez por los sentimientos de otra persona.
Él
resopló con sorna.
—Una Espósito
debería tener cuidado con entrar en ese terreno en particular.
—Yo
jamás he hecho daño a nadie —replicó Lali sonriendo amargamente—. Simplemente
quedé atrapada entre ambos fuegos cuando empezó la batalla.
—Toda
inocencia, ¿eh? Eras muy joven cuando sucedió todo, pero yo tengo muy buena
memoria, y recuerdo que te paseabas de un lado para otro delante de mí y de todos
aquellos agentes vestida sólo con tu camioncito transparente que lo dejaba ver
todo. De tal madre, tal hija, diría yo.
Los
ojos de Lali se agrandaron por el ultraje y la vergüenza, y el color inundó de
nuevo sus mejillas. Dio dos rápidos pasos hacia Peter y le clavó un dedo en el
pecho.
—¡No
te atrevas a echarme eso en cara! —dijo, asfixiada por la cólera—. Me sacaron
de la cama a rastras en plena noche y me tiraron en el patio como si fuera un
trozo de basura. No te atrevas a decir eso —advirtió en tono duro cuando Peter
abrió la boca para replicar que basura era precisamente lo que ella era, y
volvió a golpearlo con el dedo—. Sacaron de la casa todo lo que teníamos, mi
hermano pequeño estaba histérico y no se separaba de mí. ¿Qué se suponía que
tenía que hacer yo, entretenerme en buscar alguna prenda mía y retirarme al
bosque a cambiarme? ¿Por qué ustedes, que se hacen llamar decentes, no se
voltearon de espaldas, si estaban viendo demasiado?
Peter
contempló el rostro iracundo de Lali con el semblante extrañamente quieto, y
entonces sus ojos adoptaron una expresión más fría y concentrada. Agarró la
mano de Lali y la apartó de su pecho. No la soltó, sino que mantuvo los dedos
de ella cerrados contra su palma dura y cruel.
—Tienes
el temperamento fuerte, ¿verdad? —preguntó divertido.
Su
contacto la conmocionó con una fuerte descarga de electricidad. Trató de
soltarse de un tirón, pero Peter se limitó a apretar con más fuerza y la retuvo
sin esfuerzo.
—No
te asustes —dijo con pereza—. A lo mejor te creías que yo iba a quedarme aquí
dejándote que me agujerees con tu dedito, pero para disfrutar de eso tengo que
estar de diferente humor.
Lali
lo miró furiosa. Podía humillarse cediendo al impulso inútil, o podía esperar
hasta que él decidiese soltarla. Su instinto la empujaba a librarse como fuera
del calor perturbador de su contacto, de la sorprendente rugosidad de su palma,
pero se obligó a permanecer inmóvil pues tenía la impresión de que él
disfrutaría viendo cómo intentaba zafarse. Entonces entendió la connotación
sensual del comentario que acababa de hacer y sus ojos se agrandaron al tiempo
que la invadía una oleada de sorpresa. Aquella vez no cabía ningún
malentendido.
—Eres
una chica lista —dijo Peter, bajando la mirada hacia el busto de Lali. No se dio
ninguna prisa, sino que examinó la forma de los senos bajo la blusa de seda de
color verde menta—. No creo que quieras empezar conmigo una pelea que no puedes
ganar... ¿o sí? Es probable que tu madre te enseñara que un hombre se calienta
muy rápidamente cuando una mujer empieza a forcejear con él. ¿Has vuelto pensando que puedes ocupar el lugar de tu madre? ¿Quieres ser mi puta,
igual que ella fue la de mi padre?
Los
ojos de Lali relampaguearon de ira, y le asestó un golpe con la mano libre con
todas sus fuerzas. Rápido como una serpiente de cascabel, Peter levantó el otro
brazo, paró el golpe y capturó la mano de Lali. Lanzó un silbido al ver la
fuerza con que había atacado ella.
—Qué
temperamento —se burló él, con aspecto de estar disfrutando de la furia de Lali—.
¿Acaso tenías le intención de partirme los dientes?
—¡Sí!
—explotó ella, haciendo rechinar los dientes y olvidando su decisión de no
darle el placer de una pelea. Tiró de las manos en un intento de liberarse, y
lo único que consiguió fue hacerse daño en las muñecas—. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera
de mi casa!
Peter
se rió de ella y la obligó a quedarse quieta atrayéndola hacia su cuerpo.
—¿Qué
vas a hacer, echarme?
Lali
se quedó helada, alarmada al descubrir que la reacción de Peter al forcejeo era
exactamente tal como él había dicho. Era imposible confundir la protuberancia
que presionaba contra su vientre. Atacó con la única arma que le quedaba: la
lengua.
—¡Si,
eres un tarado! Ándate que lo que haré yo ahora será ponerme hielo en las
muñecas para que no me salgan moratones! —replicó acaloradamente.
Peter
bajó la vista hacia sus largos dedos cerrados alrededor de las finas muñecas de
Lali, y los aflojó rápidamente, frunciendo el ceño al ver las marcas de color
rojo oscuro que se habían formado rápidamente.
—No
era mi intención hacerte daño —dijo, sorprendiéndola, y la soltó de inmediato—.
Tienes la piel de un bebé.
Lali
se apartó de él masajeándose las muñecas y negándose en redondo a mirarle la
parte delantera de los pantalones. Aquello también podía ignorarse.
Continuará...
Su casa,su hogar.Peter se va a poner furioso.El pueblo una verdadera chusma.Al tendero lo dejo ko.D verdad k asco Peter,se cree en la posesión d la verdad,seguro k ni tan siquiera se tomo la molestia d buscar a su papito.La primera confrontación verdadera.Pedirle si quiere ser su puta,un golpe muy bajo,parece k goza humillándola.Espero prontito mas caps,cada vez muchísimo mejor k la anterior.
ResponderEliminarQue prepotencia...no me gusta este Peter...entiendo que este dolido...pero que culpa tenia una niña en aquel entonces de lo que hicieron sus padres...y Nico...me tienes super intrigada de que habra pasado con el...
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