—¿Cómo
ocurrió esto? —quiso saber el doctor Bogarde.
Peter
lo miró por el espejo retrovisor. El médico era un hombre pequeño y pulcro de
astutos ojos azules. Debía de andar mediada la cincuentena y poseía un cabello
rubio de color arena que comenzaba a encanecer. Peter lo conocía de toda la
vida. Ornella nunca había acudido a él, pues prefería un médico urbano de Nueva
Orleans, pero todos los demás de la familia iban a verlo por todo, desde el
típico rasguño en la infancia hasta las gripes o el brazo que se rompió Peter
haciendo deporte cuando tenía quince años.
Peter
no quería contárselo todo y prefirió guardar los detalles en secreto un poco
más, hasta que su agente de bolsa hubiera tenido tiempo de vender y Alejo
hubiera llevado a cabo sus maniobras legales, pero no le iba a ser posible
ocultar del todo la noticia. Dio al doctor Bogarde el dato central, el único
que importaba:
—Papá
y mamá se han separado. Eugenia... —Titubeó.
El
doctor Bogarde lanzó un suspiro.
—Comprendo.
—Todo el mundo sabía lo unida que estaba Eugenia a Nicolás.
Peter
se concentró en conducir. La suspensión del Chrysler contrarrestaba las
desigualdades de la carretera y los neumáticos chirriaban sobre la pista.
Volvió a percibir la sensación de irrealidad que había experimentado
anteriormente. El calor del sol se filtraba por la ventana caldeándole la
pierna cubierta por el pantalón y los altos pinos iban pasando por el costado a
toda velocidad. El cielo era de un azul puro e intenso. Estaban en pleno
verano, y todo le era tan familiar como su propio rostro. Aquello era
precisamente lo extraño: ¿Cómo podía seguir todo igual, cuando su mundo acababa
de derrumbarse a su alrededor?
A su
espalda, el doctor Bogarde comprobó de nuevo el pulso y la presión arterial de Eugenia.
—Peter
—dijo en voz baja—. Más vale que te apures.
Eran
las diez y media de la noche cuando Peter y el doctor Bogarde salían del
hospital de Baton Rouge. A Peter le ardían los ojos de cansancio, y estaba
entumecido a causa de la montaña rusa emocional que había vivido aquel día. Eugenia
había sido por fin estabilizada e intervenida, y estaba durmiendo
apaciblemente, bajo sedantes. Había sufrido una parada cardiaca a poco de
llegar al hospital, pero el equipo de emergencia consiguió reanimar su corazón
casi inmediatamente. Le pusieron cuatro unidades de sangre antes de operarla, y
otras dos más durante la intervención. El médico que se encargó de la tarea de
reparación opinaba que no existían daños permanentes en la muñeca derecha, pero
en la izquierda se había seccionado un par de tendones y tal vez no recuperase
del todo la movilidad de aquella mano.
Lo
único que le importaba a Peter era que iba a sobrevivir. Se había despertado
durante breves instantes cuando la trasladaban de la sala de recuperación a la
habitación privada que él le había conseguido, y había murmurado medio
atontada:
—Lo
siento, Peter —al verlo.
No
sabía si con ello había querido decir que lamentaba haber intentado suicidarse,
no haberlo conseguido o haberle causado a él tanta preocupación. Escogió creer
que su hermana se refería a la primera posibilidad, porque no podía soportar la
idea de que pudiera intentarlo de nuevo.
—Ya
manejo yo —dijo el doctor Bogarde, levantando la mano para darle una palmada en
el hombro—. Tienes un aspecto horrible.
—Es
que me siento horrible —masculló Peter—. Necesito un café.
Se
alegró de que condujera el doctor Bogarde. Tenía la sensación de que su cerebro
era un terreno baldío; probablemente no sería seguro que se encargara él de
conducir, y además el auto era del médico. Las rodillas volverían a juntársele
con la barbilla, pero por lo menos tendría espacio para respirar.
—Yo
puedo solucionarte eso. Hay un McDonald's a unas pocas cuadras de aquí.
Peter
se plegó para introducirse en el vehículo, y dio gracias a Dios de que el
Chrysler tuviera un salpicadero acolchado. De no haber sido así, se habría
llenado las espinillas de moratones.
Quince
minutos más tarde, con un gran vaso lleno de humeante café en la mano,
contemplaba cómo pasaban las luces del tráfico. Algunos de los años más felices
de su vida los había pasado allí, en la universidad. Había recorrido la ciudad
entera, un muchacho indómito, lleno de energía, a la caza de un poco de acción,
y la había en abundancia. Aquellos cuatro años se los había pasado en grande.
No
hacía tanto tiempo que había vuelto a casa para siempre, sólo habían
transcurrido un par de meses, pero a él se le antojaba una vida entera. Aquel
día de pesadilla, interminable, había acabado definitivamente con aquel
muchacho tan fogoso, había marcado una nítida línea de separación entre las dos
partes de su vida. Peter había ido creciendo poco a poco, como la mayoría de la
gente, pero hoy habían volcado sobre sus hombros toda la responsabilidad de la
vida adulta. Sus hombros eran lo bastante anchos para soportar la carga, de
manera que hizo acopio de fuerzas e hizo lo que había que hacer. Si el hombre
que emergió del naufragio era más serio y más despiadado que el que se había
levantado de la cama aquella mañana... Bueno, aquél era el precio de la supervivencia,
y lo pagaría con gusto.
Más
problemas lo aguardaban en casa. En aquellas circunstancias, la mayoría de las
madres habrían tenido que ser apartadas del lado de la cama de su hija con una
barra de acero, pero Ornella no. Ni siquiera había podido hablar con ella por
teléfono. En lugar de ello había hablado con Felicitas, la cual le dijo que la
señora Ornella se había encerrado en su habitación y no quería salir.
Obedeciendo
órdenes suyas, Felicitas le había transmitido a Ornella la información de que Eugenia
se pondría bien a gritos desde el otro lado de la puerta cerrada con llave. Por lo menos no tenía miedo de que Ornella
intentase la misma escena que Eugenia. Conocía demasiado bien a su madre;
estaba demasiado centrada en sí misma para causarse daño.
A
pesar del café, lo venció el sueño de camino a casa, y se despertó solo cuando
el doctor Bogarde detuvo el automóvil frente a la entrada trasera de la
clínica. Había dejado bajada la capota del Corvette, pues tenía cosas más
importantes en mente, de modo que los asientos estaban cubiertos de rocío. Se
mojaría el trasero conduciendo de vuele a casa, y casi se sintió agradecido.
Tal
vez aquello lo mantuviera despierto.
—¿Podrás
dormir esta noche? —preguntó el doctor Bogarde—. Si lo necesitas, puedo darte
algo.
Peter
dejó escapar una breve carcajada.
—Mi
problema será permanecer despierto hasta que llegue a casa.
—En
ese caso, tal vez fuera mejor que durmieras en la clínica.
—Gracias,
doc, pero si el hospital me necesita, me llamará a casa.
—Está
bien. Entonces ten cuidado.
—Lo
tendré. —Peter pasó la pierna por encima de la puerta del corvette y se deslizó
hasta el asiento. Sí, sin duda se iba a helar el trasero. El frescor de la
humedad lo hizo estremecerse.
Dejó
la capota abajo para que el aire lo golpease en la cara. Los aromas de la noche
eran dulces y despejados, más frescos que cuando estaban recalentados por el
sol. Al dejar atrás Prescott, se cerró sobre él la oscuridad del campo,
protectora y balsámica.
Sin
embargo, un oasis de luminosidad perturbó la negrura. El motel local, seguía
con las luces encendidas. El estacionamiento estaba abarrotado de autos y
camionetas, el rótulo de neón parpadeaba dando interminablemente la bienvenida
y las paredes vibraban a causa de la música. Cuando se acercó, perforando la
noche con el Corvette negro, salió del estacionamiento una desvencijada
furgoneta que se cruzó en su camino haciendo rechinar los neumáticos contra el
suelo.
Peter
clavó el pedal del freno y el Corvette se detuvo derrapando.
La
furgoneta patinó hacia un costado y estuvo a punto de volcar, pero logró
enderezarse. Los faros de Peter iluminaron los rostros de los ocupantes, que
lanzaban risotadas mientras el que ocupaba el asiento del pasajero, agitando
una botella en la mano, sacaba medio cuerpo fuera y le gritaba algo. Peter se
quedó petrificado. No entendió lo que le habían gritado, pero no tenía
importancia. Lo que importaba era que los ocupantes eran Joaquín y Patricio Espósito
y que llevaban la misma dirección que él, la finca de los Lanzani.
Los
muy hijos de puta no se habían ido. Todavía estaban en su propiedad.
Notó
cómo iba creciendo la cólera; una cólera fría, pero poderosa. Con extraño
distanciamiento, la sintió venir, naciendo de los pies y ascendiendo poco a
poco, como si fuera transmutando las células mismas de todo su cuerpo. Le
alcanzó el vientre y le tensó los músculos, y a continuación le llenó el pecho
antes de extenderse hacia arriba para explotar en su cerebro. Fue casi un
alivio, ya que despejó la fatiga y las nieblas de su mente y dejó los procesos
mentales frescos y precisos y todos los sistemas preparados para el máximo
rendimiento.
Hizo
girar el Corvette y enfiló de vuelta hacia Prescott. Al sheriff Deese no le
gustaría nada que lo despertarán a aquellas horas de la noche, pero Peter era
un Lanzani, y el sheriff haría lo que él le dijera. Diablos, hasta disfrutaría
haciéndolo. Librarse de los Espósito reduciría a la mitad la tasa de
delincuencia de la zona.
Lali
no había conseguido relajarse en todo el día. Había estado todo el tiempo casi
enferma por la sensación de pérdida y desastre, incapaz de comer nada. Torito,
que se dio cuenta de su estado de ánimo, había estado temeroso y gimoteante,
constantemente aferrado a sus piernas e interrumpiéndola mientras ella trataba
mecánicamente de cumplir con sus tareas.
Aquella
mañana, después de que Peter se marchó, había comenzado a hacer el equipaje,
aturdida, pero Salvador le había propinado una bofetada y le había gritado que
no fuera idiota. A lo mejor Gimena permanecía fuera un par de días, pero
regresaría, y el viejo Lanzani no permitiría que aquel joven hijo de puta los
echase de su hogar.
Incluso
en su desolación, Lali se preguntaba por qué su padre llamaba viejo a Nicolás,
cuando éste tenía un año menos que él.
Al
cabo de un rato, Salvador había cogido la furgoneta y se había ido a tomar una
copa. En cuanto se perdió de vista, Estefanía se metió en el dormitorio y
empezó a rebuscar en el armario de Gimena.
Lali
siguió a su hermana y la contempló atónita mientras ella empezaba a arrojar
prendas sobre la cama.
—¿Qué
estás haciendo?
—Mamá
ya no va a necesitar todo esto —respondió Estefanía alegremente. Nicolás le
comprará ropa nueva. ¿Por qué crees que
no se llevó esto consigo? Pero puedo usarlo yo. Ella nunca me dejaba ponerme
ninguna de sus cosas. —Aquello último lo dijo con una pizca de amargura.
Sostuvo en alto un vestido amarillo con el cuello bordado de lentejuelas. La
semana pasada tuve una cita pasional con Gerónimo y quise ponerme este vestido,
pero mamá no me dejó —dijo con resentimiento—. Tuve que llevar mi viejo vestido
azul, que ya me lo había visto.
—No agarres
la ropa de mamá —protestó Lali con los ojos llenos de lágrimas.
Estefanía
le dirigió una mirada de exasperación.
—¿Por
qué no? Ya no va a necesitarla.
—Papá
ha dicho que regresará.
Estefanía
soltó una carcajada.
—Papá
no es capaz de distinguir su culo de un agujero en el suelo. Peter tenía razón.
¿Por qué diablos va a volver? No, aunque Nicolás se raje y vuelva corriendo a
casa con ese témpano de hielo con el que está casado, mamá obtendrá de él lo
suficiente para estar guapa durante mucho tiempo.
—Entonces
tendremos que marcharnos —dijo Lali, y una lágrima salada le resbaló por la
mejilla y se le quedó en la comisura de la boca—. Deberíamos estar haciendo las
maletas.
Continuará...
La mas sensata Lali,sigo diciendo pobre Torito,ella jamas seria capaz d dejarlo solo con los monstruos k tiene x familia.Me intriga muchisimo como sigue la historia.Peter verdaderamente los odia,y Euge es muy debil,se apoyaba en su padre y su hermano ,y cuando uno d los dos le falla,se hunde.
ResponderEliminar