domingo, 20 de mayo de 2012

Capítulo 11








perdón por la tardanza!
15 y más eh!
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Eugenia dejó escapar un leve grito y se tapó la boca con ambas manos para reprimir el ruido. El rostro de Ornella perdió el color, pero sus movimientos fueron precisos al depositar la taza de té en el centro del plato.

—Estoy segura de que te equivocas, querido. Tu padre no arriesgaría su posición social por...

—¡Por el amor de Dios, mamá! —estalló Peter, cuyo tenue control saltó como un hilo—. A papá le importa un comino su posición social. ¡Te importa a ti, no a él!

—Juan Pedro, no es necesario ser vulgar, Peter hizo rechinar los dientes. Qué típico era de ella hacer oídos sordos a algo que le resultaba desagradable y concentrarse en lo trivial.

—Papá se ha ido —dijo, poniendo un deliberado énfasis en sus palabras—. Te ha dejado por Gimena. Se han fugado juntos, y no va a volver. Todavía no lo sabe nadie, pero probablemente mañana por la mañana estará en boca de todo el mundo.
Ornella abrió los ojos al oír la última frase, y el horror invadió su expresión al comprender la humillación que sufriría su posición.

—No —susurró—. No sería capaz de hacerme algo así.

—Ya lo ha hecho.
Ornella se puso en pie aturdida, sacudiendo la cabeza a un lado y al otro.

—¿De... de verdad se ha marchado? —preguntó en un débil murmullo—. Me ha dejado por esa... esa... —Incapaz de terminar la frase, abandonó la habitación a toda prisa, casi huyendo.

En cuanto Ornella se fue, en cuanto dejó de estar allí para contemplar con gesto ceñudo escenas impropias, Eugenia se derrumbó sobre la mesa y se inclinó hacia adelante para hundir la cara en el brazo mientras violentos sollozos le surgían de la garganta y hacían temblar su esbelto cuerpo. Casi tan furioso con Ornella como lo estaba con Nicolás, Peter se arrodilló junto a su hermana y la rodeó con los brazos.

—Va a ser difícil —dijo—, pero saldremos de ésta. En los próximos días voy a estar muy ocupado en mantener el control de nuestras finanzas, pero estaré aquí por si me necesitas. —No se atrevía a decirle a su hermana que sobre ellos se cernía el desastre económico—. Ya sé que ahora es muy doloroso, pero lo superaremos.

—Lo odio —sollozó Eugenia con la voz amortiguada por el brazo—. Nos ha dejado por esa... ¡esa puta! Espero que no vuelva nunca. ¡Lo odio, no quiero volver a verlo jamás!

Se apartó bruscamente de Peter y tiró su silla al suelo al separarla de la mesa. Todavía entre Sollozos, salió corriendo del comedor, y Peter oyó cómo subía las escaleras llorando a lágrima viva.
Un momento después se sintió en toda la casa el golpe de la puerta de su dormitorio al cerrarse.

Peter sintió deseos de enterrar también el rostro entre las manos. Tenía ganas de descargar un puñetazo sobre algo, preferiblemente la nariz de su padre. Tenía ganas de gritar su furia a los cuatro vientos. La situación ya era bastante grave; ¿por qué tenía que empeorarla Ornella preocupándose sólo por lo que dirían sus amistades? Por una vez, ¿por qué no podía ofrecer un poco de apoyo a su hija? ¿Es que no veía lo mucho que Eugenia la necesitaba en aquel momento? Claro que nunca había apoyado a ninguno de ellos, así que, ¿por qué iba a hacerlo ahora? A diferencia de Nicolás, Ornella por lo menos era constante.

Necesitaba beber algo, algo fuerte. Salió del comedor y regresó al estudio a buscar la botella de whisky escocés que Nicolás siempre guardaba en el bar de detrás del escritorio. Felicitas, su veterana ama de llaves, estaba subiendo las escaleras con un montón de toallas en los brazos y lo miró con curiosidad. Como no era sorda, estaba claro que había oído parte del revuelo. Pronto crecerían como la espuma las especulaciones entre Felicitas, su esposo Bueno, que se encargaba de la finca, y Delfina, la cocinera. Habría que decírselo, por supuesto, pero en aquel momento no tenía fuerzas para ello. Tal vez después de tomarse aquel whisky.

Abrió el bar, sacó la botella y sirvió un par de dedos del líquido ambarino en un vaso. Sintió en la lengua su gusto amargo y picante al tomar el primer sorbo, y después bebió el resto con un firme y rápido giro de la muñeca. Necesitaba el efecto sedante de la bebida, no su sabor.  Acababa de servirse una segunda copa cuando perforó el aire un aullido escalofriante que procedía del piso de arriba, seguido de la voz de Felicitas que lo llamaba a gritos, una y otra vez.

Eugenia. Nada más oír el grito de Felicitas, lo supo. Con el pecho atenazado por el miedo, salió a toda prisa del estudio y subió los escalones de tres en tres con sus largas y potentes piernas.
Felicitas corría escaleras abajo hacia él con ojos de espanto.

—¡Se ha cortado! i Oh, Dios mío! i Oh, Dios mío! Hay sangre por todas partes...
Peter la empujó a un lado y entró como una exhalación en el dormitorio de Eugenia. Su hermana no estaba allí, pero vio la puerta del baño abierta y se lanzó sin dudarlo, sólo para detenerse congelado en la entrada.

Eugenia había decorado ella misma su habitación y su cuarto de baño con delicados tonos rosa y blanco perla que les daban un aspecto absurdamente infantil. Normalmente, a Peter le recordaban al algodón de azúcar, pero ahora las baldosas rosas del suelo estaban cubiertas de oscuros manchones de sangre. Eugenia estaba tranquilamente sentada sobre la tapa del inodoro de color rosa, mirando por la ventana con mirada vacía y las manos delicadamente entrelazadas sobre el regazo.  La sangre salía suavemente a borbotones de los profundos cortes que se había hecho en ambas muñecas y le empapaba las rodillas antes de deslizarse por sus piernas para acabar formando un charco en el suelo.

—Siento mucho toda esta conmoción —dijo con voz débil y extrañamente distante. No esperaba que Felicitas subiera aquí con toallas limpias.

—Dios —gimió Peter al tiempo que cogía una de las toallas que había dejado caer Felicitas. Dobló una rodilla al lado de Eugenia y la agarró de la muñeca izquierda.

—¡Maldita sea, Eugenia, debería darte un par de azotes! —Le envolvió la muñeca en una toalla y luego se la ató con otra lo más fuerte que pudo.

—Déjame en paz —susurró ella, intentando tirar del brazo, pero ya estaba empezando a debilitarse de modo alarmante.

—¡Cállate! —ladró Peter, cogiéndole la otra muñeca y repitiendo la operación.—. Maldita sea, ¿cómo has podido hacer algo tan idiota? —Aquello, unido a todo lo que había pasado aquel día, era casi demasiado para él. El miedo y la rabia le inundaban el pecho, cada vez con más fuerza, hasta que creyó estar a punto de ahogarse—. ¿Te has parado a pensar en alguien más que no seas tú? ¿No has pensado que a lo mejor yo podía necesitar tu ayuda, que esto es para los demás tan duro como para ti?

Hablaba con los dientes apretados mientras tomaba a su hermana en brazos y pasaba a toda prisa junto a Ornella, que estaba simplemente de pie en el pasillo con una expresión de aturdimiento en su pálido semblante, y echaba a correr escaleras abajo, dejando atrás a Felicitas y a Delfina, abrazadas la una a la otra en el corredor.

—Llama a la clínica y di al doctor Bogarde que vamos para allá —ordenó al tiempo que salía de la casa por la puerta principal y se dirigía al Corvette que estaba allí estacionado.

—Voy a mancharte el auto de sangre —protestó Eugenia débilmente.

—Te he dicho que te calles —soltó Peter—. No hables a no ser que tengas algo sensato que decir.

Probablemente, debería ser más sensible con alguien que acababa de intentar suicidarse, pero aquélla era su hermana, y maldito fuera si le permitía quitarse la vida. Estaba furibundo, y apenas podía controlar tal estado. Era como si su vida hubiera quedado destrozada en las Últimas horas, y estaba harto de que las personas a las que quería cometieran idioteces.

No se molestó en abrir la puerta del Corvette, sino que simplemente se inclinó, depositó a Eugenia en el asiento y después pasó por encima de ella para dejarse caer en el puesto del conductor.  Lo encendió, soltó el embrague y arrancó forzando el motor hasta su límite y dejándose los neumáticos en el asfalto. Eugenia se desmoronó sobre la puerta de su lado con los ojos cerrados.

Peter le dirigió una mirada de pánico, pero no se arriesgó a tomarse el tiempo de parar. Mostraba una palidez mortal, y su boca estaba adquiriendo un leve tinte azulado. La sangre ya estaba rezumando de las toallas, con un rojo intenso que contrastaba con el blanco de la felpa. Había visto las heridas; no eran cortes superficiales, gestos que uno hace más bien para asustar y llamar la atención que para poner su vida en peligro. No, Eugenia lo había hecho muy en serio. Su hermana podía morir porque su padre no podía resistirse a ir detrás de su amante.

Cubrió los veinticinco kilómetros que había hasta la clínica en menos de diez minutos. El estacionamiento estaba completo, pero fue hasta la entrada posterior del edificio de ladrillos de una sola planta y tocó el cláxon, y después saltó fuera para sacar a Eugenia del auto llevándola en brazos. La muchacha estaba totalmente inerte, con la cabeza caída hacia el hombro de Peter, y éste sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.
Se abrió la puerta y por ella salió rápidamente el doctor Bogarde, seguido por sus dos enfermeras.

—Llévala a la primera sala de la derecha —dijo, y Peter torció hacia un lado para atravesar la sala de espera. Sadie Lee Fanchier, la enfermera de más autoridad, sostuvo la puerta de la sala de urgencias y Peter entró en ella con Eugenia y la depositó sobre la estrecha mesa cubierta con una sábana, que crujió al acusar el peso.

Sadie Lee estaba ya aplicando un brazal a Eugenia para tomarle la presión arterial mientras el doctor Bogarde desanudaba los primeros auxilios que había practicado Peter. Bombeó aire rápidamente y escuchó por el estetoscopio apoyado en la cara interna del codo de Eugenia.
—Siete y medio, cuatro.
—Colócale una vía —ordenó el doctor Bogarde—. Glucosa. —La otra enfermera, Kitty, se apresuró a seguir sus instrucciones.
El doctor Bogarde tenía la mirada fija en las muñecas de Eugenia mientras trabajaba.

—Necesita sangre —dijo—. Y rápido. Tenemos que llevarla al hospital de Baton Rouge, aquí no puedo hacerlo. Y también necesitará un cirujano cardiovascular que le repare las venas. Yo puedo estabilizarla, Peter, pero no puedo hacer nada más.
Kitty colgó la bolsa de glucosa de la percha metálica e introdujo hábilmente la aguja intravenosa en el brazo de Eugenia.

—No tenemos tiempo de hacer venir a una ambulancia hasta aquí —prosiguió el médico—. La llevaremos nosotros mismos, en mi auto. ¿Estás bien para conducir? —preguntó a Peter lanzándole una mirada penetrante.
—Sí. —La respuesta fue llana, inequívoca.
El doctor Bogarde dio unos leves golpecitos en las muñecas de Eugenia.

—Está bien, se ha detenido la hemorragia. Kitty, necesito un par de mantas. Pon una en el asiento trasero de mi auto y con la otra envuelve a Eugenia. Peter, tómala en brazos y ten cuidado con el gotero. Sadie Lee, llama al hospital y diles que vamos de camino, y luego llama a la oficina del sheriff para que despejen un poco las carreteras.

Peter tomó en brazos a su hermana con suavidad. El doctor Bogarde cogió la bolsa de glucosa en una mano y su maletín en la otra, y corrió al lado de Peter mientras éste llevaba a Eugenia en dirección al Chrysler de cuatro puertas propiedad del médico. Bogarde subió primero, y después ayudó a Peter a colocar con cuidado a Eugenia sobre el asiento de atrás. Colgó la bolsa de glucosa de la percha para trajes del interior del vehículo y se arrodilló en el suelo.

—No nos hagas dar muchos bamboleos —instruyó a Peter al tiempo que éste deslizaba su largo cuerpo detrás del volante. El doctor Bogarde medía bastante menos que Peter, de manera que el asiento estaba tan cerca del volante que este lo rozaba con el pecho. Pero no podía empujar el asiento hacia atrás, con el médico de cuclillas en el suelo—. Mantén una velocidad constante, así haremos un mejor tiempo. Y enciende las luces de emergencia.

A Peter lo asaltó un pensamiento violento acerca de los conductores en los asientos de atrás, pero se lo guardó para sí. Obedeciendo las órdenes, salió de la clínica más calmado de lo que había llegado, aunque su instinto le gritaba que pisara a fondo el pedal del acelerador y no levantase el pie. Tan sólo el hecho de saber que aquel espacioso sedán, construido más para la comodidad que para comerse la carretera, probablemente se saldría de una curva si lo forzaba igual que hacía con el Corvette lo hizo mantener una velocidad razonable.

—¿Cómo ocurrió esto? —quiso saber el doctor Bogarde.

Peter lo miró por el espejo retrovisor. El médico era un hombre pequeño y pulcro de astutos ojos azules. Debía de andar mediada la cincuentena y poseía un cabello rubio de color arena que comenzaba a encanecer. Peter lo conocía de toda la vida. Ornella nunca había acudido a él, pues prefería un médico urbano de Nueva Orleans, pero todos los demás de la familia iban a verlo por todo, desde el típico rasguño en la infancia hasta las gripes o el brazo que se rompió Peter haciendo deporte cuando tenía quince años.

Peter no quería contárselo todo y prefirió guardar los detalles en secreto un poco más, hasta que su agente de bolsa hubiera tenido tiempo de vender y Alejo hubiera llevado a cabo sus maniobras legales, pero no le iba a ser posible ocultar del todo la noticia. Dio al doctor Bogarde el dato central, el único que importaba:
—Papá y mamá se han separado. Eugenia... —Titubeó.
El doctor Bogarde lanzó un suspiro.

—Comprendo. —Todo el mundo sabía lo unida que estaba Eugenia a Nicolás.

Continuará...

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