perdón por la tardanza!
15 y más eh!
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Eugenia
dejó escapar un leve grito y se tapó la boca con ambas manos para reprimir el
ruido. El rostro de Ornella perdió el color, pero sus movimientos fueron
precisos al depositar la taza de té en el centro del plato.
—Estoy
segura de que te equivocas, querido. Tu padre no arriesgaría su posición social
por...
—¡Por
el amor de Dios, mamá! —estalló Peter, cuyo tenue control saltó como un hilo—.
A papá le importa un comino su posición social. ¡Te importa a ti, no a él!
—Juan
Pedro, no es necesario ser vulgar, Peter hizo rechinar los dientes. Qué típico
era de ella hacer oídos sordos a algo que le resultaba desagradable y
concentrarse en lo trivial.
—Papá
se ha ido —dijo, poniendo un deliberado énfasis en sus palabras—. Te ha dejado
por Gimena. Se han fugado juntos, y no va a volver. Todavía no lo sabe nadie,
pero probablemente mañana por la mañana estará en boca de todo el mundo.
Ornella
abrió los ojos al oír la última frase, y el horror invadió su expresión al
comprender la humillación que sufriría su posición.
—No
—susurró—. No sería capaz de hacerme algo así.
—Ya
lo ha hecho.
Ornella
se puso en pie aturdida, sacudiendo la cabeza a un lado y al otro.
—¿De...
de verdad se ha marchado? —preguntó en un débil murmullo—. Me ha dejado por
esa... esa... —Incapaz de terminar la frase, abandonó la habitación a toda
prisa, casi huyendo.
En
cuanto Ornella se fue, en cuanto dejó de estar allí para contemplar con gesto
ceñudo escenas impropias, Eugenia se derrumbó sobre la mesa y se inclinó hacia
adelante para hundir la cara en el brazo mientras violentos sollozos le surgían
de la garganta y hacían temblar su esbelto cuerpo. Casi tan furioso con Ornella
como lo estaba con Nicolás, Peter se arrodilló junto a su hermana y la rodeó
con los brazos.
—Va a
ser difícil —dijo—, pero saldremos de ésta. En los próximos días voy a estar
muy ocupado en mantener el control de nuestras finanzas, pero estaré aquí por
si me necesitas. —No se atrevía a decirle a su hermana que sobre ellos se
cernía el desastre económico—. Ya sé que ahora es muy doloroso, pero lo
superaremos.
—Lo
odio —sollozó Eugenia con la voz amortiguada por el brazo—. Nos ha dejado por
esa... ¡esa puta! Espero que no vuelva nunca. ¡Lo odio, no quiero volver a
verlo jamás!
Se
apartó bruscamente de Peter y tiró su silla al suelo al separarla de la mesa.
Todavía entre Sollozos, salió corriendo del comedor, y Peter oyó cómo subía las
escaleras llorando a lágrima viva.
Un
momento después se sintió en toda la casa el golpe de la puerta de su
dormitorio al cerrarse.
Peter
sintió deseos de enterrar también el rostro entre las manos. Tenía ganas de
descargar un puñetazo sobre algo, preferiblemente la nariz de su padre. Tenía
ganas de gritar su furia a los cuatro vientos. La situación ya era bastante
grave; ¿por qué tenía que empeorarla Ornella preocupándose sólo por lo que
dirían sus amistades? Por una vez, ¿por qué no podía ofrecer un poco de apoyo a
su hija? ¿Es que no veía lo mucho que Eugenia la necesitaba en aquel momento?
Claro que nunca había apoyado a ninguno de ellos, así que, ¿por qué iba a
hacerlo ahora? A diferencia de Nicolás, Ornella por lo menos era constante.
Necesitaba
beber algo, algo fuerte. Salió del comedor y regresó al estudio a buscar la
botella de whisky escocés que Nicolás siempre guardaba en el bar de detrás del
escritorio. Felicitas, su veterana ama de llaves, estaba subiendo las escaleras
con un montón de toallas en los brazos y lo miró con curiosidad. Como no era
sorda, estaba claro que había oído parte del revuelo. Pronto crecerían como la
espuma las especulaciones entre Felicitas, su esposo Bueno, que se encargaba de
la finca, y Delfina, la cocinera. Habría que decírselo, por supuesto, pero en aquel
momento no tenía fuerzas para ello. Tal vez después de tomarse aquel whisky.
Abrió
el bar, sacó la botella y sirvió un par de dedos del líquido ambarino en un
vaso. Sintió en la lengua su gusto amargo y picante al tomar el primer sorbo, y
después bebió el resto con un firme y rápido giro de la muñeca. Necesitaba el
efecto sedante de la bebida, no su sabor.
Acababa de servirse una segunda copa cuando perforó el aire un aullido
escalofriante que procedía del piso de arriba, seguido de la voz de Felicitas
que lo llamaba a gritos, una y otra vez.
Eugenia.
Nada más oír el grito de Felicitas, lo supo. Con el pecho atenazado por el
miedo, salió a toda prisa del estudio y subió los escalones de tres en tres con
sus largas y potentes piernas.
Felicitas
corría escaleras abajo hacia él con ojos de espanto.
—¡Se
ha cortado! i Oh, Dios mío! i Oh, Dios mío! Hay sangre por todas partes...
Peter
la empujó a un lado y entró como una exhalación en el dormitorio de Eugenia. Su
hermana no estaba allí, pero vio la puerta del baño abierta y se lanzó sin
dudarlo, sólo para detenerse congelado en la entrada.
Eugenia
había decorado ella misma su habitación y su cuarto de baño con delicados tonos
rosa y blanco perla que les daban un aspecto absurdamente infantil. Normalmente,
a Peter le recordaban al algodón de azúcar, pero ahora las baldosas rosas del
suelo estaban cubiertas de oscuros manchones de sangre. Eugenia estaba
tranquilamente sentada sobre la tapa del inodoro de color rosa, mirando por la
ventana con mirada vacía y las manos delicadamente entrelazadas sobre el
regazo. La sangre salía suavemente a
borbotones de los profundos cortes que se había hecho en ambas muñecas y le
empapaba las rodillas antes de deslizarse por sus piernas para acabar formando
un charco en el suelo.
—Siento
mucho toda esta conmoción —dijo con voz débil y extrañamente distante. No
esperaba que Felicitas subiera aquí con toallas limpias.
—Dios
—gimió Peter al tiempo que cogía una de las toallas que había dejado caer Felicitas.
Dobló una rodilla al lado de Eugenia y la agarró de la muñeca izquierda.
—¡Maldita
sea, Eugenia, debería darte un par de azotes! —Le envolvió la muñeca en una
toalla y luego se la ató con otra lo más fuerte que pudo.
—Déjame
en paz —susurró ella, intentando tirar del brazo, pero ya estaba empezando a
debilitarse de modo alarmante.
—¡Cállate!
—ladró Peter, cogiéndole la otra muñeca y repitiendo la operación.—. Maldita
sea, ¿cómo has podido hacer algo tan idiota? —Aquello, unido a todo lo que
había pasado aquel día, era casi demasiado para él. El miedo y la rabia le
inundaban el pecho, cada vez con más fuerza, hasta que creyó estar a punto de
ahogarse—. ¿Te has parado a pensar en alguien más que no seas tú? ¿No has
pensado que a lo mejor yo podía necesitar tu ayuda, que esto es para los demás
tan duro como para ti?
Hablaba
con los dientes apretados mientras tomaba a su hermana en brazos y pasaba a
toda prisa junto a Ornella, que estaba simplemente de pie en el pasillo con una
expresión de aturdimiento en su pálido semblante, y echaba a correr escaleras
abajo, dejando atrás a Felicitas y a Delfina, abrazadas la una a la otra en el corredor.
—Llama
a la clínica y di al doctor Bogarde que vamos para allá —ordenó al tiempo que
salía de la casa por la puerta principal y se dirigía al Corvette que estaba
allí estacionado.
—Voy
a mancharte el auto de sangre —protestó Eugenia débilmente.
—Te
he dicho que te calles —soltó Peter—. No hables a no ser que tengas algo
sensato que decir.
Probablemente,
debería ser más sensible con alguien que acababa de intentar suicidarse, pero
aquélla era su hermana, y maldito fuera si le permitía quitarse la vida. Estaba
furibundo, y apenas podía controlar tal estado. Era como si su vida hubiera
quedado destrozada en las Últimas horas, y estaba harto de que las personas a
las que quería cometieran idioteces.
No se
molestó en abrir la puerta del Corvette, sino que simplemente se inclinó,
depositó a Eugenia en el asiento y después pasó por encima de ella para dejarse
caer en el puesto del conductor. Lo
encendió, soltó el embrague y arrancó forzando el motor hasta su límite y
dejándose los neumáticos en el asfalto. Eugenia se desmoronó sobre la puerta de
su lado con los ojos cerrados.
Peter
le dirigió una mirada de pánico, pero no se arriesgó a tomarse el tiempo de
parar. Mostraba una palidez mortal, y su boca estaba adquiriendo un leve tinte
azulado. La sangre ya estaba rezumando de las toallas, con un rojo intenso que
contrastaba con el blanco de la felpa. Había visto las heridas; no eran cortes
superficiales, gestos que uno hace más bien para asustar y llamar la atención
que para poner su vida en peligro. No, Eugenia lo había hecho muy en serio. Su
hermana podía morir porque su padre no podía resistirse a ir detrás de su
amante.
Cubrió
los veinticinco kilómetros que había hasta la clínica en menos de diez minutos.
El estacionamiento estaba completo, pero fue hasta la entrada posterior del
edificio de ladrillos de una sola planta y tocó el cláxon, y después saltó
fuera para sacar a Eugenia del auto llevándola en brazos. La muchacha estaba
totalmente inerte, con la cabeza caída hacia el hombro de Peter, y éste sintió
que se le llenaban los ojos de lágrimas.
Se
abrió la puerta y por ella salió rápidamente el doctor Bogarde, seguido por sus
dos enfermeras.
—Llévala
a la primera sala de la derecha —dijo, y Peter torció hacia un lado para
atravesar la sala de espera. Sadie Lee Fanchier, la enfermera de más autoridad,
sostuvo la puerta de la sala de urgencias y Peter entró en ella con Eugenia y
la depositó sobre la estrecha mesa cubierta con una sábana, que crujió al
acusar el peso.
Sadie
Lee estaba ya aplicando un brazal a Eugenia para tomarle la presión arterial
mientras el doctor Bogarde desanudaba los primeros auxilios que había
practicado Peter. Bombeó aire rápidamente y escuchó por el estetoscopio apoyado
en la cara interna del codo de Eugenia.
—Siete
y medio, cuatro.
—Colócale
una vía —ordenó el doctor Bogarde—. Glucosa. —La otra enfermera, Kitty, se
apresuró a seguir sus instrucciones.
El
doctor Bogarde tenía la mirada fija en las muñecas de Eugenia mientras
trabajaba.
—Necesita
sangre —dijo—. Y rápido. Tenemos que llevarla al hospital de Baton Rouge, aquí
no puedo hacerlo. Y también necesitará un cirujano cardiovascular que le repare
las venas. Yo puedo estabilizarla, Peter, pero no puedo hacer nada más.
Kitty
colgó la bolsa de glucosa de la percha metálica e introdujo hábilmente la aguja
intravenosa en el brazo de Eugenia.
—No
tenemos tiempo de hacer venir a una ambulancia hasta aquí —prosiguió el médico—.
La llevaremos nosotros mismos, en mi auto. ¿Estás bien para conducir? —preguntó
a Peter lanzándole una mirada penetrante.
—Sí.
—La respuesta fue llana, inequívoca.
El
doctor Bogarde dio unos leves golpecitos en las muñecas de Eugenia.
—Está
bien, se ha detenido la hemorragia. Kitty, necesito un par de mantas. Pon una
en el asiento trasero de mi auto y con la otra envuelve a Eugenia. Peter,
tómala en brazos y ten cuidado con el gotero. Sadie Lee, llama al hospital y
diles que vamos de camino, y luego llama a la oficina del sheriff para que
despejen un poco las carreteras.
Peter
tomó en brazos a su hermana con suavidad. El doctor Bogarde cogió la bolsa de
glucosa en una mano y su maletín en la otra, y corrió al lado de Peter mientras
éste llevaba a Eugenia en dirección al Chrysler de cuatro puertas propiedad del
médico. Bogarde subió primero, y después ayudó a Peter a colocar con cuidado a Eugenia
sobre el asiento de atrás. Colgó la bolsa de glucosa de la percha para trajes
del interior del vehículo y se arrodilló en el suelo.
—No
nos hagas dar muchos bamboleos —instruyó a Peter al tiempo que éste deslizaba
su largo cuerpo detrás del volante. El doctor Bogarde medía bastante menos que
Peter, de manera que el asiento estaba tan cerca del volante que este lo rozaba
con el pecho. Pero no podía empujar el asiento hacia atrás, con el médico de
cuclillas en el suelo—. Mantén una velocidad constante, así haremos un mejor
tiempo. Y enciende las luces de emergencia.
A Peter
lo asaltó un pensamiento violento acerca de los conductores en los asientos de
atrás, pero se lo guardó para sí. Obedeciendo las órdenes, salió de la clínica
más calmado de lo que había llegado, aunque su instinto le gritaba que pisara a
fondo el pedal del acelerador y no levantase el pie. Tan sólo el hecho de saber
que aquel espacioso sedán, construido más para la comodidad que para comerse la
carretera, probablemente se saldría de una curva si lo forzaba igual que hacía
con el Corvette lo hizo mantener una velocidad razonable.
—¿Cómo
ocurrió esto? —quiso saber el doctor Bogarde.
Peter
lo miró por el espejo retrovisor. El médico era un hombre pequeño y pulcro de
astutos ojos azules. Debía de andar mediada la cincuentena y poseía un cabello
rubio de color arena que comenzaba a encanecer. Peter lo conocía de toda la
vida. Ornella nunca había acudido a él, pues prefería un médico urbano de Nueva
Orleans, pero todos los demás de la familia iban a verlo por todo, desde el
típico rasguño en la infancia hasta las gripes o el brazo que se rompió Peter
haciendo deporte cuando tenía quince años.
Peter
no quería contárselo todo y prefirió guardar los detalles en secreto un poco
más, hasta que su agente de bolsa hubiera tenido tiempo de vender y Alejo
hubiera llevado a cabo sus maniobras legales, pero no le iba a ser posible
ocultar del todo la noticia. Dio al doctor Bogarde el dato central, el único
que importaba:
—Papá
y mamá se han separado. Eugenia... —Titubeó.
El
doctor Bogarde lanzó un suspiro.
—Comprendo.
—Todo el mundo sabía lo unida que estaba Eugenia a Nicolás.
Continuará...
Otra persona mas k sufre, x la accion d su padre.
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